lunes, 9 de febrero de 2009

VUELAN SANCHO (cuentaforismos)


Cuentaforismos tomados del libro
VUELAN, SANCHO
- Miguel Angel Russo Lovera

OBSTINACION

En el siglo XVIII, un escultor parisino deseaba esculpir la figura de San Juan Bautista en piedra. Para lograr un efecto vívido, encargó a Houdon, un especialista, que realizara un desollado, o sea, un dibujo con el modelo de un hombre despojado de la piel, dejando ver la musculatura, venas y articulaciones; le pidió que lo dibujara con un brazo en alto y una pierna flexionada. Cuando el escultor, siguiendo al pie de la letra las indicaciones de la pintura, terminó su obra, quedó satisfecho con el resultado: era como si a San Juan sólo le faltase respirar.
Al día siguiente, cuando el artista entró en su atelier, lo halló vacío; ni la pintura ni la estatua estaban allí. Desde entonces, muchos creyentes de distintas partes del mundo juran haber visto al Bautista deambulando por sus pueblos y ciudades, con un brazo levantado, una pierna flexionada y dando pequeños brincos sobre la pierna extendida, mientras insiste, a pesar de todo, en llevar a cabo su misión de predicar en el desierto.

O NO SER

En pleno siglo XXI, el pobre hombre, totalmente alienado, fue internado en un siquiátrico donde fue sometido a un proceso de desrepresión. Mediante el psicoanálisis y el psicodrama, pudo exteriorizar sus ideas, sus tendencias y los conflictos interiores que soportaba desde niño. El sujeto experimentó, efectivamente, una desrepresión que le permitió ver con claridad la causa de sus problemas y, por ende, descubrir su verdadera personalidad. Dado de alta, alcanzó a vivir en sociedad durante tres días, tras los cuales fue apresado, juzgado y condenado a reclusión perpetua por inadaptación social peligrosa.

CASI MUERTOS

En la mitología griega, Estigia era una laguna de aguas negras y ponzoñosas. A través de ésta, Caronte transportaba en una barca las almas de los difuntos. En las orillas, una multitud formada por las sombras de los muertos insepultos (cosa corriente en aquel sistema aplicado por los dioses del Olimpo) vagaba eternamente.
Hoy, la Laguna es la suma de los mares y océanos del planeta; los muertos insepultos (que de modo irónico están precariamente vivos) son los millones de personas víctimas del sistema neoliberal imperante, que vagan sin rumbo por los cinco continentes; y Caronte no da abasto para transportar las almas de los totalmente muertos y enterrados por la misma causa.

PIOJOS

La Revista Médica Global publicó un artículo en su último número, que debe ser tenido en cuenta. Éste se refiere al despiojamiento, es decir la eliminación de piojos. La misma, según el autor, es posible de acuerdo a dónde se encuentren. De hallarse en la ropa, se los puede eliminar mediante la acción del calor o de productos químicos. Si se han establecido en el cuerpo, se utilizan baños o elementos químicos que se pulverizan en las partes invadidas. Lo que, lamentablemente, no se ha encontrado es una solución viable para quienes los llevan en el alma, a la que vuelven mezquina. Por eso al que sufre de tal peste, se le llama piojoso y se aconseja mantener con él una prudente distancia, para evitar el contagio.

PRECEPTOS

Hay un gran parentesco entre el Despotismo Ilustrado, forma del absolutismo monárquico nacida en Francia a mediados del siglo XVIII, y las Democracias Neoliberales, forma del absolutismo disfrazado de democracia engendrado a fines del segundo milenio. El precepto de los primeros era “todo para el pueblo, pero sin el pueblo”. El de los segundos, “nada para el pueblo, pero con el pueblo”.

HUMANOS E INSECTOS

Los coleópteros pertenecen a un orden de insectos. Entre otras características, presentan un primer par de alas que forman un estuche en el interior del cual se encuentra un segundo par de alas. Característica similar a la de muchos políticos, especimenes del orden de los humanos, quienes están dotados de segundas intenciones encubiertas por el estuche que conforman las primeras, o sea, las que muestran.

ENTORNO

En España se llama “desplante” a un acto de valentía que realizan los toreros, consistente en darle la espalda al toro. En ocasiones, no sólo eso hace el torero, sino que arroja el engaño y se arrodilla. Otros, más osados aún, abandonan la capa para enfrentar al toro, llegando a tocarle la cornamenta. En general, la habilidad de estos hombres hace que salgan indemnes de la arena. Por el contrario, existen numerosos casos de toreros y gente de otras profesiones y oficios que han sufrido serias consecuencias por andar haciendo desplantes fuera de una plaza de toros.

SINFONÍA ENCUBIERTA

En 1834, Schumann compuso sus variaciones para piano que él denominó, durante un tiempo, Estudios Patéticos, pero que, sin embargo, son Sinfónicos, dada la gran riqueza orquestal del piano. Generalizando estos conceptos, hay quien asegura que, en la vida, no todo lo que parece patético necesariamente carece de riqueza.

DE FAROS Y BRUMAS (cuentaforismos)


Cuentaforismos tomados del libro
DE FAROS Y BRUMAS
Miguel Angel Russo Lovera



Un día, el cometa descreyó de su equilibrio cuando por primera vez miró hacia atrás y vio su etérea e inestable estela.


Y cuando terminé de llorar por las oportunidades perdidas, abrí los ojos, vi a otras muchas alejarse por el oeste y una multitud insinuándose en el este.


Fuiste cálido con tus congéneres y en tus inviernos hallaste el abrigo de su calidez.


Las culpas engendraron miedos y los miedos procrearon culpas… y no supieron quién era quién.


Había una vez un valle, rodeado de desiertos, que se jactaba de su fertilidad, con la cual daba vida a una vegetación y una fauna variada y exuberante que se perfeccionaba día a día. Y con la perfección aumentó el sentimiento de omnipotencia: nada podría detener su crecimiento.
Sin embargo, con modestia y mucha cautela, las arenas del desierto comenzaron a invadir el valle. Grano a grano. Casi imperceptibles. Hasta que fue demasiado tarde y la omnipotencia se tornó impotencia y el valle fértil, un páramo.


Millones de veces, el Mentiroso fue perdonado y creído nuevamente. Hasta que una vez cometió el error de creer en su propia mentira. Fue entonces que nadie volvió a fiar de su palabra.


Y la Nostalgia hizo peligrar el goce de lo posible por causa de lo imposible.


Así, anclado en el pasado, el presente se convirtió en un viejo navío poblado de fantasmas sin futuro.


Aunque Marcos ya era un anciano cuando su castillo de sueños se derrumbó, aún tuvo tiempo para edificar vivencias nuevas sobre los viejos cimientos.


Para que el Coraje capitaneara nuestra travesía, nos amotinamos y destituimos al Temor de ese cargo. Este escapó y se escondió en alguna parte de la nave donde no lo pudimos encontrar. Así, a pesar de todo, el Temor continuó el viaje con nosotros.


Quedé muy triste cuando una noche tuve un sueño que se perdió. Lo busqué, incansable, sin encontrarlo. Sin embargo, no perdí la esperanza y me mantuve alerta en el reposo. Y con el transcurrir del tiempo fue grande mi alegría al verlo regresar en puntas de pie disfrazado de otro sueño.


Como la tristeza, la nube se desgranó en gotas, y las gotas se fundieron en nube otra vez.


Después de investigar durante siglos, el Decano de los Sabios descubrió que hay pequeños faros envueltos en las cotidianas brumas de la incertidumbre humana.

jueves, 6 de septiembre de 2007

CUENTOS DEL LIBRO "PLACERES EXTRAÑOS"




"PLACERES
EXTRAÑOS "
Cuentos
Autor: Miguel Angel
Russo Lovera





Primer Premio 1996 - Sociedad Argentina de Escritores CBA

Fondo Estímulo 2000 de la Municipalidad de Córdoba

110 páginas - Fojas Cero Editora - ISBN 978-987-97958-6-6

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UN EXTRAÑO PLACER

Sentada en una de las destartaladas habitaciones, mirada baja, rostro inexpresivo, esperó al comisario hasta su llegada. La conversación fue breve, es como si el río se lo hubiera tragado, dijo mirando a Matilda de reojo. Habían transcurrido dos días desde que el bote fuera encontrado flotando a la deriva y Hans Kruger no estaba en él, lo único que hallamos fue una mancha de sangre en uno de los costados; es lo más raro que he visto en mi vida. El funcionario se disculpó por la escasez de noticias y balbuceó promesas y palabras de aliento, mientras ella se levantaba de la silla sin oírlo. Salió de la comisaría con la mirada fija de un ciego. Deambuló, sin saberlo, por la calle principal del pueblo, acompañada por la imagen eterna de un Hans enredado en la furia de una bestia acorralada; no había pena sino alivio. El único recuerdo grato era el de los pescados que su marido llevaba a casa cada día; sintió hambre.

Hans golpeó la mesa con tanta fuerza que un hilo de sangre abrió camino por la piel curtida de su mano. Escupiendo un insulto, se incorporó de un salto y comenzó a caminar en círculos por el miserable comedor, pescados, asquerosos, malolientes, me cago en ellos.
Matilda, silenciosa, clavó los ojos prisioneros del hartazgo en la enorme silueta inventada por la luz de la lámpara a querosén que lo volvían aún mas temible, por supuesto, mi abuelo pescador, mi padre pescador, hijos de puta, me planearon la vida antes de que naciera, qué les importaban mis ganas de dejar este pueblo de mala muerte para irme a la ciudad, que no hay plata para ayudarte, que la tradición, que mejor trabajás como tu padre y aprendés un oficio seguro... me manejaron como a un boludo, y para colmo de desgracias, vos. El cuerpo de Matilda se estremeció, yo no te obligué a casarte conmigo, por qué vivís echándomelo en cara, el miedo y el rencor ahogaban su voz. Porque nunca me diste nada, ni siquiera un hijo, sos una perra inútil. Y ¿no será que no sos macho suficiente para hacerme un hijo?, lo desafió. La furia del hombre se desbocó, callate, no me jodás, no te aguanto más; se abalanzó sobre Matilda con el cuerpo tenso. Abofeteó el rostro desfigurado por el miedo y la impotencia; la mujer vomitó un llanto sordo. Ignorándola, Hans descolgó la red del gancho en la pared, abrió la puerta de calle con violencia y se dejó tragar por la noche que le azotó la cara con su aliento helado, pescados, los voy a hacer mierda, no va a quedar uno con vida.
Dando grandes zancadas por la calle polvorienta, llegó al muelle; el río ancho y profundo dividía el poblado como un hacha empecinada en partir el tronco indefenso de un árbol. Saltó al bote, desató la cuerda amarrada a un madero y remó hacia el centro de la corriente. Al dejar los remos para tomar la red, un fuerte golpe en uno de los lados de la barcaza le hizo perder el equilibrio. Trató de asirse, pero se produjo un segundo sacudón. Dio una vuelta en el aire y cayó al agua. Su cabeza chocó contra el costado exterior del bote y el mundo desapareció.

Al volver en sí, sólo había oscuridad. Quiso poner en movimiento brazos y piernas, pero no los sintió; su cuerpo estaba apoyado sobre una superficie barrosa, la gran puta, pensó mientras lo inundaba el pánico: estaba en el fondo del río. Primero pareció que le faltaba el aire; sin embargo, enseguida sintió el oxígeno alimentándolo con generosidad. Intentó moverse y comprobó que
podía hacerlo, empecé a nadar y el miedo se rompió al filo del asombro y la curiosidad que me acuchillaban; conocía bien esa forma rápida de moverse, como pez en el agua. Seguí en medio de las tinieblas chocando con las piedras del fondo, perdiéndome entre las algas en una larga noche de barro, sin saber cuánto tiempo había pasado. Por fin, la claridad empezó a mostrar un mundo desconocido y fue como si me hubieran vuelto a parir; el sol ardió más fuerte y abrió un horizonte lleno, como jamás había visto, de colores y formas quietas y móviles. Quedé, como quien dice, con la boca abierta.
Reaccioné al ver que se acercaba un pez; mi cuerpo pareció encenderse como el lucero y el otro apretó las aletas; era una hembra que enseguida se alejó, perdiéndose entre el follaje. No la seguí porque no quería aparearse, pero me penetraron incontenibles ansias paternales, las mismas que debí reprimir tanto tiempo. De inmediato, empecé una recorrida por el río hasta que encontré el lugar para construir un nido, subí hasta la superficie y, con una habilidad que no supe de dónde salía, comencé a formar burbujas de aire que unía con mi saliva; cuando terminé, me sentí satisfecho y volví a las profundidades. Ahí esperé mientras veía pasar a otros peces. De repente, las escamas se me llenaron de colores brillantes; una hembra estaba frente a mí. Enseguida bajó las aletas y se acercó con timidez; las líneas suaves que la cubrían me indicaron que buscaba mi amor. Estiré nervioso todas las aletas y enfilé hacia ella para que pudiera admirar la belleza de mi cuerpo; un momento después, subí hacia el nido apurándola a acompañarme. Temblorosa, me siguió. Una vez debajo de las burbujas, comenzamos el antiguo rito: nadé en círculos a su alrededor. Ella miraba, atenta, mis contoneos; más nos excitábamos y más resplandecían los colores, parecía una danza sin fin y no queríamos que lo tuviera, pero los círculos se estrecharon y nuestros cuerpos se tocaron, la rodeé rápido con un giro suave hasta ponerme sobre su dorso y la pasión explotó en espermatozoides y huevos que sembraron el agua. Ella se quedó muy quieta, boca arriba, y yo fui tras los huevos que caían hacia el fondo, los tomé uno a uno en la boca y, subiendo, los coloqué entre las burbujas de aire.
Acababa de terminar, cuando ocurrió algo que me puso alerta; otro macho se atrevía a invadir mi territorio. No sentí rabia ni odio, sólo la necesidad de defender lo mío. Sin demora, abrí las mandíbulas y lancé todos los dientes para adelante, me disparé con todas las fuerzas y, en un choque violento, atravesé sus carnes. Se alejó y volví a la carga; esta vez logró esquivarme y, dando un giro rápido, se abalanzó sobre mi flanco izquierdo. El dolor me traspasó el cuerpo. Aguijoneado por el miedo de lo que les pudiera ocurrir a los huevos, arremetí de nuevo; los ataques se volvieron cada vez más rápidos. Los dos mostrábamos desgarrones en las aletas y perdíamos fuerzas momento a momento. En un último intento, apunté la espina ventral y me lancé con todo el ardor que me quedaba; lo traspasé y cayo fulminado.
Cansado, subí lento hacia el nido. Estaba feliz. Tantas emociones vividas en tan poco tiempo; por primera vez sentía que era yo mismo, por primera vez supe lo que era ser libre. De repente, algo me arrastró pese a mi desesperada resistencia
y no supo qué ocurría hasta que estuvo inmerso en una masa de peces desquiciados, intentando zafarse de la red que lo sacaba del agua.

Casi sin pensarlo, Matilda se dirigió al mercado, entró y compró un pescado para el almuerzo. Mientras comía, un placer extraño preñó su ser.


EL TIEMPO, LA LUZ Y LA SERPIENTE

Cuando sonó el despertador, David estaba envuelto en un sentimiento extraño. ¿Placer? ¿Ansiedad? ¿Desasosiego? Lo recorría, como cuando se tiene un presentimiento indefinido e indefinible. La sensación desapareció enseguida para dar paso a la impresión de que llevaba muy poco tiempo acostado, quizás puse la manecilla en el número equivocado; sin embargo los primeros rayos del sol traspasaban ya la ventana delineando los muebles y el reloj que marcaba
las siete de la mañana del día martes.
Desechando esa incómoda extrañeza, se levantó de inmediato para zambullirse en la rutina diaria. Después de una ducha rápida, se ubicó frente al espejo, tijeras en mano; rozó la cara dueña de considerables arrugas y de una barba cada vez más gris, como si quisiera asegurarse de que en verdad le pertenecía. Pensó en sus hijos y sus pequeños nietos e intentó convencerse de que tenerlos valía el precio de la vejez inminente, cuánto hubiera deseado Vivian rendir ese tributo tan sólo para poder conocer a nuestros nietos. Casi pudo ver el rostro aún terso mientras la sostenía agonizante en sus brazos. Los años congelaron el dolor pero no lograron enfriar tu memoria, allí vivía su mujer en un entrechocar de espacios tibios y oscuros vacíos. Sacudió la cabeza en una negación temporal del pasado y recortó la barba rápidamente; desayunó en el comedor, cuyo tamaño desafiaba a su soledad, frente al gran reloj de pie. La enorme esfera vidriada guardaba dos inusuales y sólidos punteros que contrariaban la idea de la relatividad del tiempo; a las siete, partió hacia el trabajo.
En el viaje a la oficina y durante el día, la idea de que había dormido muy poco se infiltró en sus pensamientos varias veces, no me siento cansado, no es eso, tan sólo una sensación, después de todo, qué importancia tiene. Cuando abandonó el trabajo fue a visitar a su hija mayor; cinco eran los hijos y desde la muerte de Vivian dedicaba una noche por semana a cada uno en un intento por ablandar la consistencia de su soledad. Esa noche era el turno de Jenny, como todos los martes; jugueteó un rato con los chicos hasta la hora de la cena, degustó una de las ricas comidas preparadas por su retoño secretamente favorito, y luego de una corta charla con su yerno mientras Jenny acostaba a los niños, regresó. Había disfrutado de esa noche en compañía como siempre, pero hay algo, algo que no encaja, la visita ha sido más corta que de costumbre y sin embargo son las once, la misma hora en que dejaba la casa de Jenny todos los martes; sin duda, con el asedio del tiempo algunas ideas extrañas comenzaban a invadir la fortaleza debilitada de su mente, acaso lo mejor es no pensar.
Entró el auto en la cochera y se dirigió sin escalas al dormitorio; casi eran las doce. Se aseguró de que el despertador sonaría a las siete, se acostó y pronto enfrentaba los símbolos herméticos del sueño profundo hasta que la alarma lo hizo incorporarse sobresaltado. Miró, recortado por la ventana, el trozo de firmamento que se plegaba a los vestigios del nuevo día; se sentía renovado, pero juraría que no había dormido más de tres o cuatro horas; ansioso, buscó el reloj en la semipenumbra y comprobó nuevamente que denunciaba puntual
las siete de la mañana del día miércoles.
El día discurrió como todos, salvo por la idea obsesiva de que algo le ocurría; telefoneó a su hijo Alexander, a quien visitaba los miércoles, para avisarle que no iría esa noche, jugaré al póker en el club; en su lugar, se dirigió a la casa de Anthony, amigo y médico personal y le confesó sus miedos. Anthony le realizó un chequeo clínico, le dijo te encuentro perfectamente y diagnosticó cansancio mental, para lo cual recetó algunas vitaminas. Con un ánimo más tranquilo, volvió a su hogar, ingirió sin convicción algunos bocadillos fríos y se acomodó en la sala de estar para escuchar la Sinfonía Nº 5 de Tchaikovsky, una de sus favoritas. El reloj de pie sonó; las diez campanadas se mezclaron vagamente con los primeros compases del Andante de apertura, mientras David se sumergía en el placer de la música a todo volumen, como le gustaba, con los ojos cerrados y el cuerpo relajado, y así flotó en el universo hasta el final de la obra.
Estirando sus miembros perezosamente, abrió los ojos y miró la hora; incrédulo, se restregó los párpados para ver mejor, las tres y cuarto, no, no me he dormido; además la sinfonía duraba exactamente cincuenta y dos minutos y treinta y siete segundos; según el reloj habían transcurrido cinco horas y quince minutos, ese reloj está descompuesto. Consultó el de pulsera y con un brinco del corazón vio que coincidía con el otro; de un salto estuvo de pie y corrió al dormitorio; el despertador insistía en mostrar la misma hora. Confundido, se encaminó al comedor y se sentó tenso frente al reloj de pie; las poderosas agujas marchaban a un ritmo inusualmente rápido. Giró su muñeca; las manecillas parecían competir una carrera. Con total insensibilidad a cualquier estímulo diferente al tic-tac y los correspondientes
tañidos a intervalos cada vez más cortos, mantuvo la vista clavada en los punteros que descontaban las horas a gran velocidad. En poco tiempo, vibraron las siete campanas envueltas en las primeras luces del día;
las siete de la mañana del día jueves
y para mayor sorpresa el ritmo del reloj se normalizó. Cuando logró superar el estado de choque eran las siete y treinta; excitado, cogió el saco y se lanzó a la calle conduciendo el auto velozmente. No sentía cansancio alguno, sólo ansiaba llegar a la oficina y escuchar de sus compañeros que a ellos les había ocurrido lo mismo, discutir hipótesis sobre aquel suceso, calmar así sus nervios. Cuando penetró en el edificio atropelladamente, ya habían llegado casi todos, conversaban tranquilamente como todos los días, dilatando entre bostezos la corta espera antes del comienzo del horario de trabajo; no percibía vestigio alguno de que los preocupara algo especial. Lo revolvió una correntada de náuseas y vergüenza ante su actitud; ahora le parecía completamente descabellada, estoy delirando, posiblemente esté afiebrado, debe haber alguna explicación racional; pero no podía pedírsela a sus compañeros, no debía someterse al ridículo de articular con seriedad semejante idea. Al mismo tiempo, no podía superar la sensación de vivir una pesadilla, no soportaría quedarme a trabajar fingiendo que nada ocurre. Dio media vuelta en una fuga hacia la calle, trepó al automóvil y desanduvo el camino a la casa. La luz matinal era más intensa que de costumbre y sintió
ardor en los ojos; se salvó milagrosamente de chocar varias veces. Completamente encandilado, todo parecía diluirse a su alrededor.
Ya en su casa, observó detenidamente la esfera del reloj de pie; tuvo que esforzarse para ver los punteros que seguían desplazándose con total regularidad; los ojos le dolían, toda la casa relucía inundada por una cascada de luz. Sentado a la mesa del comedor, sintió un cansancio infinito; durante gran parte del día osciló entre un sueño lleno de luces y colores y una vigilia deslumbrada frente al reloj. Eran las seis de la tarde, cuando recobró la lucidez y la conciencia de las habitaciones bañadas por una luminosidad brillante; se duchó rápidamente, se obligó a comer algo y se sentó en la sala de estar a meditar. Intentó relajarse y aquietar su mente; finalmente lo logró y recobró una tranquilidad aparentemente perdida para siempre en los avatares de esos dos últimos días. La blanca incandescencia que lo envolvía parecía cobijarlo cálidamente, imbuyéndolo de una exquisita sensación de placidez, me siento pleno y feliz como en los mejores momentos de mi vida.
Recién emergió de ese éxtasis cuando oyó tañir siete veces el reloj acompañando la caída del sol que precedía a la noche; sin embargo el esplendor circundante no se inmutó ante el anuncio e iluminó inequívocamente las enormes agujas que, frenéticas, recorrieron, la reluciente esfera doce veces consecutivas en pocos minutos.
Las siete de la mañana del día viernes
y las agujas se aquietaron, en un amanecer atípico, simple continuidad de la esplendente claridad, acompañante continua desde el día anterior. David lo supo, las noches ya no existen para mí; sin sobresaltos, comprendió que, por lo tanto, los días habían reducido su duración a la mitad de sus horas. La idea de invertir esas doce horas en su trabajo, como lo había hecho hasta ahora, le produjo un rechazo contundente; no deseaba salir de ese estado tan inesperado de serenidad gozosa venido a él sin que lo pidiera, gratuitamente. Ebrio de satisfacción, sintió cómo se agudizaba la impresión se plenitud y felicidad experimentada la tarde anterior; los sentimientos tiraron de la carroza del tiempo y, subido en ella, volvió a recorrer su vida en una síntesis apretada de los hechos dichosos vivenciados desde su infancia hasta el presente; no eran recuerdos, eran esos mismos momentos vividos por segunda vez, pero sin cronologías, demoras ni ansiedades, de pronto soy el hijo pequeño y protegido, para pasar a ser el abuelo cariñoso y complaciente y luego convertirme en el joven esposo enamorado y amante; eran partes y era un todo, y el todo brillaba con una fosforescencia más y más cegadora, creciendo al compás de los punteros del reloj de pie que iniciaron una danza veloz. Como una centella, una intuición inquietante removió las serenas aguas del mar de paz en el que David estaba sumergido; se desprendió de ese mundo de sensaciones placenteras, un pasado delicioso que me atrapa sutilmente, la serpiente que se desliza suave y silenciosa hasta tener a su alcance a la víctima inadvertida; y sus ojos registraron, demasiado tarde, la carrera de las agujas enloquecidas, que devoraron en pocos segundos su viernes de doce horas que ya no lo eran e invadieron la mañana siguiente;
las siete de la mañana del día sábado
y la luz alcanzó su punto máximo, absorbiendo los punteros del reloj en la cumbre de su vértigo giratorio, y el tiempo se esfumó junto con la luz que inundó el espacio de la memoria.


HOMBRES DE BUENA VOLUNTAD

Claro que sí, mi amigo, estoy viejo pero puede estar seguro de que falta rato para que el tiempo me inunde el espacio de la memoria. Me acuerdo muy bien de lo que pasó y le repito que todo fue culpa de ellos. Si hasta hace poco todos la llamaban el Diamante Latinoamericano, en todo el mundo. Sí, señor, a esta ciudad como usted la ve, ¡mi ciudad!, y no una ciudad cualquiera. ¡Una capital de provincias!, con un pasado de indios cristianizados por los conquistadores que es un verdadero orgullo, aunque las construcciones que dejaron los dos bandos ahora parezcan dinosaurios de juguete comparadas con los monstruos de la modernidad. Y si lo dejo en eso, me quedo chico, créame. Permanentemente caían bandadas de turistas extranjeros que buscaban lo que ellos llamaban “experiencias exóticas”, y que, según parece, ninguno se iba desilusionado. Muchos aseguraban que era la ciudad turística más famosa en las montañas de este lado del continente. Y le podría seguir enumerando pero no quiero ser cargoso.

Desde chico me ha gustado recorrerla y disfrutarle cada rincón. ¡Qué placer! Pero ¿sabe una cosa?, a medida que iba creciendo, algo molesto comenzó a darme como una picazón en el cuero. Olía como que eso iba a causar problemas. Al principio no sabía ni qué ni por qué. Hasta que llegué a una edad en la que uno empieza a darse cuenta de las cosas. ¡Y fue recién ahí que lo vi claro! ¡Eran los hideputa de los mendigos que andaban metiéndose por cuanta zona propicia hubiera para joder a la gente decente y sacarles unas monedas! Nadie les llevaba el apunte; pero, lo mismo. ¿Usted cree que alguien puede disfrutar de algo con semejante estorbo? ¿Qué iba a pasar con el lustre de la ciudad? ¿Qué pensarían los extranjeros? ¿Qué futuro nos esperaba? ¡Se imaginará a dónde fueron a parar mis paseos con semejante preocupación y disgusto! Por más que, como usted bien supondrá, traté de poner la mejor voluntad para hacer como que no existían pero ¿quién puede hacerse el ciego por mucho tiempo si tiene buenos ojos y, además, buena nariz? Ahí estaban siempre, las ropas sucias, arrugadas, rotas, hediondas; la piel oscura porque así se las había dado el diablo, pero también porque era mucho trabajo buscar un lugar con sombra para que el sol no los calcinara, ¡pura vagancia! Y no le digo del polvo que los vientos les pegaba en la cara y se les metía en las arrugas. Tenga en cuenta que no se lavaban nunca. Imposible saber qué cara tenían. Para mí eran todos iguales: sus bocas como agujeros negros salpicados por dientes manchados, que no servían para otra cosa que ponerle a uno los pelos de punta con su eterna cantinela, una ayudita por el amor de Dios, una ayudita. Dale que dale machacando los oídos; no le exagero, de noche tenía pesadillas y me despertaba a los gritos, ¡cierren la jeta, carajo!. Como cualquier buen cristiano, no perdía la esperanza de que algún día, de alguna forma, se los llevaría el demonio y dejarían de arruinar el paisaje y la vida de los ciudadanos de ley. Sin embargo, los años se encargaron de matarme el anhelo, y ¡mire que tuve paciencia!: cada vez eran más. Usted sabe, no es novedad, que los pobres son los que más hijos hechan al mundo, total. Cuando me harté de esperar al puro cuete que alguien hiciera algo, decidí que era hora de tomar una decisión. Primero no se me ocurría nada por más que me exprimiera el cerebro. Hasta que decidí colaborar con ellos. No me vaya a malinterpretar. No vaya a creer que pretendía apagarles el fuego de sus exigencias sin sentido. Dígame usted, ¿quién en su sano juicio querría regalarles algo a esa manga de zánganos? Mi única intención era hacer como con el chico al que se le da un caramelo para calmarle el berrinche y sacárselo de encima. Quién le dice, si cada uno les daba unas migajas, se dejaban de joder la paciencia sin que nadie perdiera nada.

Con esa intención salí una mañana, como era habitual, para mi recorrido diario; la diferencia, llevaba la campanilla usada en el comedor de mi casa para llamar a la servidumbre. Era una verdadera reliquia; durante más de un siglo había pasado de mano en mano por mis antepasados desde mi tatarabuelo. La cuestión es que recorrí la ciudad y, sacudiéndome el asco que me agitaba el estómago, reuní a los mendicantes en la plaza mayor. Allí les entregué mi campanilla, haciendo la vista gorda a los escozores de la nostalgia, mientras les explicaba: entiéndanme, usen la cabeza, lo único que tienen que hacer es no andar desparramados como ovejas sin pastor; manténganse juntos y agiten este aparatito en vez de gastar la poca voz que les queda y van a ver que así les va a ir mejor. No fue fácil convencerlos. Usted vio lo desconfiada que es esa gentuza.

La ansiedad me quemaba, le juro. Estuve observando la reacción de los transeúntes durante días que parecían no tener fin; ningún resultado. Pero soy muy porfiado y me juré que iba a encontrar una solución. Como usted conoce, soy escritor, así que enseguida redacté un artículo que denunciaba la falta de misericordia ante la miseria ajena; cité en detalle el caso de los limosneros y mencioné mi generosidad frustrada; no para lucirme, por supuesto; como un ejemplo, nada más. No tuve problemas con el diario local. Cuando les llevé el escrito, lo imprimieron ahí nomás; ya sabe, quién le va a decir que no al descendiente de una familia como la mía y, para colmo, amigo de tantos políticos.
Gracias a Dios, horas después asomó la primera respuesta en ese horizonte tan turbio: era el obispo que, aparentemente impresionado por mi actitud tan desprendida, tomó consciencia del egoísmo de los fieles y despachó a los monaguillos de la catedral con una orden, vayan hijos, únanse a los mendigos en la plaza y canten, canten a todo pulmón cuanto villancico navideño se les venga a la cabeza, llenen la plaza con un mensaje de amor y fraternidad para ablandarles el corazón y el bolsillo a los hombres de buena voluntad. Pero no crea que ahí quedó la cosa, fue sólo el comienzo. El regimiento con asiento en la ciudad envió su apoyo como esos relámpagos de tormenta veraniega; la banda de la institución marchó por las calles soplando himnos y marchas a diestra y siniestra anunciando con sus brillantes uniformes, aquí estamos, cuenten con nosotros como siempre.
Instalados los militares en la plaza, mi sirviente me avisó que el gobernador me requería por teléfono. Famoso por su diplomacia, esta vez escupía sapos y culebras, y usted es un afiliado al partido, adónde vamos a parar con afiliados de mierda como usted, por qué no me comunicó el problema antes de desparramarlo por todo el mundo como una vieja chismosa, o le quedan dudas de que mi gobierno ya habría encontrado una solución definitiva de haberlo sabido antes, y me dejó bien claro que con mi actuar irresponsable lo había enfrentado al dilema de cómo superar la generosidad de la iglesia y las fuerzas armadas.
Como pude, me deshice de él y me encaminé hacia el lugar de la concentración. ¡Qué espectáculo! Eso era un verdadero altar de la solidaridad; me impresionó la multitud, atraída, por fin, por algo distinto, algo que pudiera matar el aburrimiento pueblerino. Todos los funcionarios, encabezados por el gobernador, se encontraban ya dando arengas con largos y floridos discursos; me asombró lo rápido que habían llegado y su capacidad para improvisar. El único inconveniente era que nadie entendía una sola palabra en medio de esa mezcla de verborragia política, estridencias militares y gorjeos de pendejos. Al desorden le salieron alas cuando se vino una avalancha de delegaciones de todas las instituciones laicas, religiosas, privadas, públicas y de cualquier otro tipo que se le pueda ocurrir; todos estaban ansiosos por ayudar a los pobres. Por Dios, que nunca me había imaginado capaz de desencadenar semejante fervor. Y es como que el fervor se pudo palpar sobre el escenario, sí señor, un escenario levantado con la velocidad del rayo, donde se bajaba un político, y subía un cura, se bajaba el cura y subía un músico, y después no pocos poetas y escritores, cantantes y bailarines y hasta una compañía de travestíes; no hubo descanso durante las veinticuatro horas del día, y la cosa siguió día tras día como si nada. Ni un solo habitante volvió a su casa, imagínese, se podían perder algún detalle y no era cuestión.
El gobierno estuvo inspirado: decretó medidas de emergencia para proveer los servicios elementales a la población; instalaron baños y tiendas de campaña en los alrededores de la plaza, así todos podrían evacuar los excedentes fisiológicos, asearse aunque más no fuera de manera precaria y tener un lugar donde apoyar la cabeza un momento para recuperarse y seguir disfrutando del espectáculo sin mayores pérdidas de tiempo.
Ese hormigueo trasnochado continuó aumentando cuando la noticia sobrevoló las fronteras de la provincia y luego del país y atrajo una inundación de curiosos nunca vista, le juro. Claro que, con el correr de los meses, comenzó a silbar el viento persistente que anuncia la llegada del invierno. Y habrá sido el frío que trae el viento el que nos hizo dar cuenta del estado en el que habíamos caído. Las ropas sucias, arrugadas, rotas, hediondas; y nos aumentó la vergüenza cuando nos miramos las caras, negras por el sol y el polvo acumulado en tantos días; los dientes manchados, los pelos revueltos, las barbas de los hombres descuidadas y mugrientas. Era lamentable.
Los forasteros decidieron volver a sus países como si los empujara el viento. Y, ¿usted sabe?, recién ahí nos acordamos de los mendigos; no los habíamos vuelto a ver desde la publicación de mi artículo. No había dudas, era un total desconocimiento de nuestros esfuerzos por ayudarlos, qué se podía esperar de esa calaña de gente. Consolados por esa idea, emprendimos el regreso a casa soñando con un descanso bien merecido.
Usted no se va a imaginar lo que pasó entonces; aquellos miserables habían ocupado nuestras casas, tal y como lo oye. Los vecinos, reunidos, intentamos todo lo que se le pueda ocurrir para desalojar a esos infelices; todo en vano; estaban atrincherados y nos exigían una ayuda concreta como condición para devolverlas. ¡Qué le parece! ¡Qué ironía después de tanto trabajo a su favor! Como usted supondrá, se convocó a una reunión de emergencia del gobierno y los altos mandos del ejército, junto con las personalidades más representativas de la comunidad y, en poco tiempo, se decretó el estado de guerra en contra de los desgraciados. Los desalojamos con la única convicción posible, la de las armas y, en juicio sumario, fueron condenados a la pena capital que se ejecutó en la plaza mayor; para escarmiento de los que pudieran haber escapado a la cacería, ¿vio?.

¡Usted no se imagina el alivio! Desde entonces he vuelto a disfrutar del placer de mis recorridos por la ciudad. Y por todo lo que le he contado, usted verá que todo fue culpa de ellos, como le decía al principio. Sin embargo parece que hay gente lo suficientemente ciega como para no ver la verdad, o será que no quieren verla. La prensa internacional para no ir más lejos; ahora llaman a mi ciudad el Rubí Latinoamericano. Y eso no es lo peor; lo que está más desastroso culpa de todas esas historias es la economía. Claro que tiene que estar mal, si los turistas ya no vienen. ¿Por qué? Porque a los señores del norte se les ha ocurrido andar desparramando que aquí no respetamos los derechos humanos. ¿A usted le parece? Pero qué le voy a contar, usted conoce mejor que yo cómo se manejan los intereses en el mundo.


ESA IRRESISTIBLE EMBRIAGUEZ


¿Qué es esta confusión y engaño sino falta de integridad,
e intemperancia y cobardía e ignorancia, y todas las formas del vicio?
SÓCRATES, en la República de Platón.

Ahora sé bien cómo los intereses manejan al mundo. Ahora también me pregunto quién murió (si ésa fuese la palabra) o, quizá mejor, qué murió, cómo murió. Siempre acabo diciéndome que fue una pesadilla (lo de antes) y que lo mejor que puedo hacer es disfrutar de este sueño inesperado. Todo comenzó una noche, hace una eternidad.

Desandaba, pensativo, las calles atiborradas de colores, prisionero de la difícil decisión a tomar en dos días más. Sentía sus miradas clavadas en mí, intentando, con sus sonrisas estereotipadas, engendrar simpatías desde la profusión de afiches que ensuciaban las paredes, colgaban como ajusticiados felices desde lugares insólitos o circulaban aferrados a una gran diversidad de vehículos. Resaltaba un rostro dueño de un poder hipnótico. Los ojos transparentes parecían hablar con más convicción que sus palabras, tantas veces escuchadas, siempre impregnadas de esa rara cruza de armonía y fuerza. Su bigote abundante, bien recortado, acentuaba el aire adusto pero afable, que parecía reforzar la credibilidad que muchos le atribuían. Hubiese querido tener la certeza de su sinceridad; sin embargo, las incontables decepciones, infringidas a mi calidad de ciudadano honesto y responsable de la buena elección de sus gobernantes, habían envuelto y ahogado, como la cizaña al buen grano, mi confianza en la rectitud de los políticos; incluida la de él.
Sumergido en un río de pensamientos, huérfano de decisiones faltando sólo cuarenta y ocho horas para emitir el voto, me sobresaltaron las explosiones de las bombas de estruendo y la algarabía que adelantaban la presencia de una caravana de políticos y adherentes marchando a lo largo de una avenida.
Aturdido, me detuve al borde de la acera; era él, los carteles y pancartas que flotaban sobre la muchedumbre anunciaban su presencia. Cuando divisé el auto descubierto, líder de la marcha, me recorrió un cosquilleo de desasosiego; vería por primera vez a la persona y no la imagen vacía en el televisor o las fotos de los diarios.
A medida que se acortaba la distancia, experimenté la percepción incipiente de que algo fuera de lo común estaba ocurriendo,
una sensación extraña en el rostro, acostumbrado a ser rasurado invariablemente todas las mañanas. Mi mano insegura asciende hacia la cara y, con estupor, tantea mi boca; el labio superior se está poblando de un bigote que crece rápido y prolijo. Mientras escucho el estruendo de la caravana acercándose más y más, me vuelvo hacia los edificios circundantes y corro hacia la vidriera espejada de uno de los negocios; me apoyo en la superficie fría para no perder el equilibrio ante lo que veo: la figura devuelta por el vidrio no coincide con mi aspecto. No soy yo, es él.
Sin comprender, giro con violencia para toparme con el vehículo descapotado, cabeza del desfile; allí está, de pie, sonriente y saludando con las manos en alto a la gente que se aproxima, curiosa, a la calzada.
Pero en un instante se desvanece la sonrisa, el bigote, los ojos de mirada transparente y todo su ser se desintegra en una miríada de puntos luminosos. Un segundo, y me encuentro sobre aquel automóvil mirando, desconcertado, a esa multitud que, apretujada a mi alrededor, me viva y cae de rodillas gritando, es un milagro, es un santo, es el Salvador. También lo han visto disolverse en el aire para luego reaparecer intacto. Pero no saben que ya no es él sino yo.
Los vítores y su nombre (mi nombre) en miles de bocas fue el néctar causante de una embriaguez deliciosa; ya no me importó no ser yo con mi antigua fisonomía y mis ideas anticuadamente rectas y moralistas, sino él (ahora lo supe con certeza) con una apariencia pulcra, conservadora y ética que no concordaba con su pensamiento (ahora mi pensamiento) centrado de manera obsesiva y excluyente en el ascenso al poder tan ansiado. Y con mi mejor mirada translúcida y la más impecable y serena afabilidad, levanté los brazos para confirmar a la multitud la concreción del milagro.



AFERRADO AL VACÍO

Envuelto en la oscuridad, piensa que sólo la concreción de un milagro podría salvarlo. Desde hace tiempo, el hastío ha dejado de ser una simple sucesión de hechos repetidos para convertirse en un enemigo acechante, que, paso a paso, espera el momento propicio para asestar el golpe definitivo. Mauricio mira a Camila, dormida junto a él, y la ve multiplicarse a lo largo de los días compartidos, ya gastados, como en esos juegos de espejos que desdoblan la imagen hasta el infinito, no recuerdo, ni me importa hacerlo, qué rasgos tuvieron esas figuras en su momento, es más, creo que si los tuvieron nunca me interesaron y, si me permitís decirlo crudamente, eso me hace sentir como un cadáver que no puede esperar redención. Se endereza con cautela, abandona la cama, se viste, toma la campera y deja la casa sin mirar atrás.

Camina por la calle con una ceguera exterior que agudiza la nitidez de las imágenes amontonadas en su mente, imágenes tan veloces que no alcanzan a racionalizarse en pensamientos:
el pueblo natal invadido por los monstruos de los recuerdos, la familia de muchos recursos y pocos sentimientos, la escuela, los primeros ataques de la timidez y las bromas que penetran mis defensas, la secundaria y las garras de la introversión, pocos compañeros y ningún amigo salvo los inventados por la fantasía para compensar la soledad, las clases de música disfrutadas porque de algún modo puedo expresarme; hasta que todo eso parece concluir, con las expectativas que crea el cierre de un capítulo, cuando me traslado a la capital para comenzar la universidad, transición también limitada por las murallas del aislamiento y la cortedad pero llena de alas que sueñan con batirse en libertad, deseos de sumergirme en aventuras, amores apasionados, posibilidades fascinantes poco a poco convertidas en espejismos en retirada ante el choque con la realidad: mi trabajo de medio tiempo y paga reducida en jornadas que después se arrastran por los antiguos claustros, violados por una mayoría que se interesa en las cuestiones políticas más que en la carrera misma, enredado en su pregón de utopías paridas por la crisis, como supuestas soluciones totales, mágicas. Huyo de esa telaraña gigante y pegajosa de discursos que amenaza atraparme, porque me basta con mi propia crisis, mis heridas más profundas por ser mías; me concentro menos y menos en los estudios, perseguido por la sombra creciente de la frustración que avanza sobre mis días, luego la fuga inconsciente de una realidad que hiede y me repele y el encierro en el departamento, acompañado por mis discos, casi la única pasión sobreviviente, volando con las canciones de Nat King Cole y un desdén total por las estridencias de Elvis Presley; Nat, Nat a secas como se llama a un amigo, lo invoco, uno mi saxo a la resonancia de su orquesta que me proyecta a un escenario inundado por la magia de un mundo dorado y pleno de satisfacciones; y mi segunda guarida alternativa, el cine, universo que me presta todo lo que niega la vida: el heroísmo, la galantería irresistible y la compañía de bellezas seductoras como las de Marylin; y en medio de esa aleación de decepción y magia, la aparición de Camila que parece abrir la puerta de un mundo nuevo con el primer interludio amoroso de mi vida; esa combinación de encanto inquieto e intelecto brillante e incisivo se infiltra en mis fantasías, logra ahuyentarlas y asomo desde mi caparazón durante largas charlas que son siempre demasiado sesudas, ¿charlas?, en realidad es Camila la que habla, salvo en algunos momentos en los que la obsequio con la melodía de mi saxo y durante los lapsos de un sexo compartido sin estridencias, aunque entibiados por su calidez, que no alcanza para derretir el hielo de mi insatisfacción; porque la realidad decepciona a la imagen de mi mente, lo que enfría nuestra relación que ahora me sabe insulsa y deslucida
y a esta altura de su vida, parece inexorable que todo se convierta en una carga, en desencantos sucesivos, barranca por cuya pendiente se desmorona, se hace añicos, lo que podría ser fuerte y seguro como el amor.

Enredado en tantos jirones de sensaciones y sentimientos, llega a su departamento; la pequeña sala-comedor lo recibe en una especie de abrazo que lo hace sentir en otro mundo, si querés que te lo confiese esto es lo único que puedo llamar mi mundo. Se sienta en uno de los sillones en el ángulo de la habitación y su mano acaricia el saxofón que yace sobre la alfombra, lo toma, lo acerca a su boca, comienza a desgranar un sonido y luego otro y otro más, tejiendo una melodía creciente que barre de su mente todo vestigio de pensamiento reemplazándolo por una acompasada nostalgia de la cual emerge, profunda e invisible, la voz de Nat; in a restless world like this is, love in ended before it's begun and too many moonlight kissers seem to cool in the warmth of the sun...

[1]; las palabras resuenan en lo más recóndito, entonadas con el sentimiento que sólo Nat puede acuñar y hacen estremecer a Mauricio ante la interpretación ajustada del escepticismo que lo inunda; un verdadero amigo y nadie más penetra en el sentir del otro de esa manera, es como si Nat estuviese aquí en la habitación, acompañándome. Se deja llevar por esa brisa de consuelo que lame sus heridas y alivia el ardor de la soledad.

El teléfono interrumpe esa comunión en la distancia y, tras un momento de indecisión, se dirige hacia el aparato; levanta el tubo sabiendo que es Camila antes de escuchar la voz, renuente en llegar a sus oídos, en un susurro indeciso, Mauricio, y otra pausa mientras ambos intentan encontrar las palabras que transmitan lo que sienten, sin saber en realidad qué es lo que sienten, salvo confusión; Mauricio, repite ella, por qué te fuiste sin despertarme, sin decirme nada, hace mucho que te comportás de un modo extraño, como si... como si ya no me quisieras... Mauricio, decime algo. Como única respuesta, Camila... dame tiempo, ya no sé qué es lo que quiero, ya ni sé si te quiero... por favor. No quiere decir o escuchar más y su mano baja, hasta posar el tubo en la horquilla.

Las penumbras de la noche comienzan a infiltrarse por las rendijas de la celosía del living, en el que Mauricio sigue prisionero de la inacción; sus ojos, fijos en el sillón vacío que lo enfrenta, ven de pronto a alguien sentado en él, un rostro moreno, una sonrisa amplia, unos ojos chispeantes y una voz modelando otra canción para él; hide every trace od sadness although a tear may be ever so near, that's the time you must keep on trying, smile, what's the use of crying...
[2]; y la imagen negra desaparece en medio del brillo blanco de sus dientes, desplegando una sonrisa de aliento.
Este es el preciso momento en que debes seguir intentándolo, repite Mauricio tristemente buscando las llaves para salir; quizás tras la sombra de Nat. Sus pasos lo conducen hasta la puerta de un cine; paga la entrada, sin averiguar qué película dan e ingresa en el gran salón cuyas luces pierden brillo lentamente como anuncio del inicio de la película. Ha alcanzado a sentarse y lo envuelve la oscuridad pero ya se enciende la pantalla. Con un suspiro de satisfacción, comprueba que allí está Marylin, la estrella amada, su favorita, la mujer que hubiera deseado hallar en su vida, me da vergüenza que lo sepas, parece tan ridículo, Marylin y yo, el fracaso y el éxito viviendo un romance; casi tiene ganas de soltar una carcajada retenida en su garganta. Se contiene y continúa observando a esa diosa rubia, de cuerpo esculpido por quién sabe qué escultor, sin dudas el más talentoso de la tierra, te juro que sólo me interesa ella, no existe una historia en desarrollo, únicamente su belleza atemporal llenando la pantalla, haciéndolo vibrar, poblando el aire con su perfume aunque sepa que las películas no tienen perfume. Cuando se dibuja la palabra fin, no se mueve de su asiento aunque los demás espectadores ya han dejado la sala; como preso de un hechizo la sigue viendo, la siente acercarse con pasos apenas perceptibles, señor, por favor, la función ha terminado y tenemos que cerrar el cine; la acomodadora toca el hombro de Mauricio, que recién reacciona y sale lentamente seguido por la mirada curiosa de la mujer.
Durante el trayecto hasta el departamento, el mundo se ha convertido en un gran copo de algodón en el cual se hunden, para luego resurgir, sus pies y sus pensamientos, como si el tiempo y el movimiento en el espacio no se correspondiesen. Al abrir la puerta, lo ve sentado en el sillón; se sonríen, Mauricio se sienta enfrente y con su saxofón comienza a desglosar una canción a la que se une Nat con el vibrar de su emoción; the sky may be sunless, the night may be moonless but deep in my heart there's a glow for deep in my heart I know that she loves me...
[3]

Yo sé que me ama, piensa y esa noche sueña la rubia cabeza de Marilyn sobre su pecho, el cuerpo perfecto vestido con ese baby doll enloquecedoramente transparente. Descubre otro universo donde la felicidad no tiene mácula y todo es pasión correspondida, entrega mutua, caricias, besos, Marylin y yo envueltos en una deliciosa hoguera que realimenta mis deseos. El sueño ha sido tan vívido; al despertarse en la mañana, lo primero que hace es mirar la otra mitad de su ancha cama mientras susurra adormilado su nombre, Marylin, Marylin, pero nadie yace a su lado; sabe que ha sido un sueño y, sin embargo, las sábanas del costado vacío están arrugadas y corridas como si alguien hubiera dormido en ellas.

El día se desliza en medio de una ensoñación persistente; supera cualquier realidad que intente captarlo: el trabajo, el estudio, las intromisiones del teléfono que suena, se desvanecen al chocar con la imagen de Marylin que colma su mente de emociones exquisitas.
Al atardecer, se produce un único impulso que lo lleva a abandonar el departamento para dirigirse al mismo cine en donde estuvo la noche anterior, necesito verla, encontrarme con ella y, sección tras sección, estar más cerca uno del otro a medida en que ve la misma película una y otra vez, envuelto en ese perfume arrebatador exhalado por la piel sedosa de Marylin.

Cuando traspone las puertas del cine ya es medianoche; siente la urgencia de regresar a su departamento, como si una fuerza superior lo arrastrara. Una ansiedad inexplicable lo hace correr por las calles semidesiertas mientras los pocos noctámbulos que deambulan perezosos se detienen a observarlo con curiosidad. Sin aliento, llega al edificio y trepa las escaleras; alguien lo espera de pie junto a la puerta, ya es tan natural encontrarlo. La sonrisa nívea en medio del rostro oscuro brilla como un sol que lo encandila y su propio rostro se ilumina cuando ve que, con enorme gracia, Nat le hace una reverencia y, al enderezarse, extiende los brazos en una invitación a entrar, al tiempo que le guiña un ojo con aire picaresco. Luego se aleja canturreando alegremente; I knew somewhere, sometime, somehow, you'd look at me and I would see the smile you're smiling now
[4], hasta desaparecer en la pared que cierra el final del pasillo.
Sabía que en algún lugar, en algún momento, el corazón se le desata enloquecido; colocar la llave en la cerradura se convierte en una odisea debido al temblor de sus manos; cuando logra hacerlo y la puerta se abre, sabe que estaba en lo cierto, no sé si sos capaz de imaginar el júbilo que experimento cuando la habitación exhala ese perfume excitante que conozco tan bien; y sin necesidad de encender las luces avanza, sin dudar, hasta estrechar ese cuerpo generoso y ardiente, aliviando en la boca frutal la sed y el dolor de la larga espera. La noche se vuelve un intrincado juego de placer que supera a cualquier fantasía albergada durante su vida; la unión de los cuerpos sucede a la comunión de las palabras. El arrullo de los amantes, envueltos en un halo que los ampara del resto del mundo, no cesa al llegar el día y trocarse en noche y en día nuevamente sin importar el tiempo, ya no existe para nosotros porque, seguro, vos has vivido el amor y sabés lo que pasa.

Un día, despierta y ella no está a su lado; se levanta inquieto y la busca por todo el departamento pero no ve señal alguna de su presencia, con la excepción del baby doll transparente extendido a los pies de la cama; enloquecido se lanza a la calle gritando su nombre, empujando a los transeúntes que a esa hora llenan las veredas en su apresuramiento hacia el trabajo; varias veces cree verla y corre, sólo para comprobar que no es ella. El pregón mañanero de los vendedores de diarios retumba en sus oídos pero no les presta atención, hasta que le parece sentir su nombre, Marylin, no puede ser, no tiene sentido, y los gritos persisten, fue encontrada sin vida en su departamento de Beverly Hills, compre El Matutino y lea todo sobre la muerte de la famosa actriz.

Los días y las noches se deslizan indiscriminados. Mauricio yace inmóvil en el sillón de la sala, los ojos fijos en el baby doll que sostienen sus manos tensas aferradas al vacío, mientras invoca el nombre del amigo que se extingue en un eco sin respuesta.


LOS ESPEJOS, LOS REFLEJOS Y EL REVES


Si las almas poseen identidad propia, ¿pueden intercambiarse, ir de un ser a otro como el bocado de fruta, el trago de vino que dos amantes se pasan en un beso?
MARGUERITE YOURCEMAR (de Memorias de Adriano)
I

Parado frente al espejo como si estuviese concentrado, inútilmente, en la invocación de algún espíritu amigo que pudiese ayudarlo, el intendente de la ciudad miraba de soslayo el reflejo de su figura poco dotada, odiando, como siempre, esa superficie reluciente que se empeñaba en mostrarle lo que prefería no ver. Para peor, la preocupación por los accidentes de tránsito, que continuaban en aumento de un modo alarmante a pesar de las medidas tomadas, parecía haber acentuado los rasgos poco favorecidos del doctor Juan Alliaga, bajo, de peso contundente, calvo como el sol y con un carácter de temperatura mayor. Desviando la vista del espejo, lamentó que el día del desfile para celebrar un nuevo aniversario de la fundación de la ciudad hubiese llegado, por Cristo que soy el centro de una conspiración; temía enfrentar una muestra de impopularidad masiva por su ineficacia como gobernante, mas no había opciones. Se enfundó en sus mejores ropas pero ellas no alcanzaron para cubrir el desquicio que bullía en su interior, desquicio de algún modo omnipresente ya que nunca faltaban motivos para temer la existencia de alguna grieta en la aparentemente sólida represa del poder conseguido. Después de un último vistazo de desaprobación en el espejo, salió de la casa.

La concentración estaba prevista en la plaza mayor, punto de partida de la marcha, que se inició encabezada por la banda municipal; los músicos soplaban sus instrumentos de viento y arrastraban al coro universitario; éste ponía palabras al himno nacional y a marchas alegóricas varias, palabras coloreadas de fervor patriótico, materializadas en los llamativos uniformes y el porte majestuoso de los granaderos a caballo; cerraban filas, desordenadamente, los dignatarios del gobierno. Y aunque Juan Alliaga pensara, pellízquenme, no lo puedo creer, el pueblo era el marco, multitudinario y enfervorizado, de los protagonistas encolumnados hacia la catedral. Luciendo un placer inesperado, la vista del intendente recorrió ese enjambre de obreros sin alas pero pleno de vendajes, muletas y bastones, galardones de los accidentes sufridos. No entendía el contraste entre tal aspecto, deplorable, y un ánimo tan exaltado y agradecido a las autoridades causantes de esos problemas. De todos modos, allí estaban para su regocijo, acrecentado al recordar el oportuno ‘no’ que había destruido la pretensión de su mujer, empeñada en acompañarlo; demasiado le costaba soportarla durante los pocos momentos que la política le dejaba libre. Sin embargo, recapacitó, no siempre fue así; ambos fuimos jóvenes alguna vez y después de todo ninguno de los dos éramos despreciables: si bien yo era un don nadie, destilaba inteligencia, empeño, planes; y ella también tenía lo suyo, pero el tiempo, el maldito tiempo destruye muchas cosas: juventud, belleza, idealismo.
Idealismo. Hasta había olvidado la razón de mi ingreso a la política: cambiar el mundo, ja, y el mundo me cambió; primero quería un pueblo próspero y terminé conformándome con un Juan Alliaga enriquecido. En fin, viejos tiempos, imposible recuperar lo vivido, ah, si se pudiera, ¿volvería a hacer lo mismo?, pero para qué soñar, para qué quejarse, al menos tengo dinero y poder a montones, dinero, poder...
Las divagaciones se desvanecieron al llegar a la catedral; los gobernantes fueron recibidos por un gran número de sacerdotes que iniciaron el ingreso solemne al templo para desarrollar el, para muchos, aburrido guión del oficio religioso; oraron por las bienaventuranzas necesarias para la urbe y agradecieron las bendiciones recibidas por el pueblo con la misma convicción que hubieran tenido si tal cosa existiera. Consumada la ceremonia, políticos, sacerdotes, militares y representantes de otros sectores, socios en el poder, marcharon al cabildo, donde sucumbió un almuerzo abundante; un variado riego de vinos alivianó la solidez de los alimentos y las conciencias. Junto con la culminación de los festejos, el automóvil oficial trasladó al intendente al palacio municipal, donde recogió su coche particular y partió hacia su residencia. Mientras manejaba en medio de una avalancha de pensamientos agridulces (más agrios que dulces), sintió la urgencia de mirar detenidamente uno de los tantos espejos para el tráfico colocados recientemente en cada esquina de la ciudad, ante lo cual perdió el control del coche que enfiló violentamente hacia el robusto poste de base.



II

Lo que vio a continuación, fue un paisaje radicalmente distinto del acostumbrado. Las conocidas calles anchas y asfaltadas, escoltadas por una guardia de edificios altos alineados en forma ininterrumpida que interceptaban el paso de los rayos solares y oscurecían los ámbitos intermedios, dieron lugar a un espectáculo deslumbrante de sol, reflejado en el suelo arenoso de amplias avenidas y espacios abiertos; lo rodeaban construcciones colosales, palacios y templos, con poderosas columnas talladas en piedra según el ritmo de sus fachadas y estatuas gigantescas en el ingreso; más allá, la silueta de altas pirámides cegaban al devolver los rayos solares arrojados sobre sus caras inclinadas. Cercana, rumoreaba la corriente de un ancho río y, en dirección opuesta, reverdecían tierras de cultivo delimitadas muy lejos por una fila de templos, desplegados cual cuentas de un collar de norte a sur. Atrás de los templos, se elevaban, como el telón de fondo de un escenario, sierras del color de la cal.
Por los cojones del diablo, murmuró emergiendo de su estupor. Que me cuelguen si esto no es Egipto, cómo mierda llegué aquí. Enseguida tomó conciencia de que los espacios antes vacíos comenzaban a poblarse de personas cuya piel lucía el color de la madera del cedro aceitado, con coloridas túnicas cortas los hombres, las mujeres cubiertas a medias con faldas, luciendo sus pechos desnudos, firmes y magníficos, con la mayor naturalidad. Aunque tardó en tener la voluntad suficiente para bajar la vista, logró hacerlo y vio que muchos estaban descalzos y otros llevaban sandalias. Alguien parado cerca tropezó y cuál no fue la sorpresa del doctor Alliaga cuando, al extender sus brazos para sostenerlo,
vi que éstos eran largos, fuertes y mi piel tenía la misma tonalidad que había notado en los otros; por los cuernos de Satanás, me dije mientras bajaba la cabeza para mirar mi nuevo cuerpo de hombre joven, alto y fornido, destacado por una corta túnica negra. Toqué mi cabeza y fue como si hubiera recibido una descarga eléctrica al sentir una ensortijada cabellera recortada y un rostro terso parcialmente cubierto por la barba escasa de la juventud. Pero eso no era todo. La gente que me rodeaba emitía sonidos extraños cuyo significado, sin embargo, podía comprender sin dificultad. Confundido hasta la médula, ensordecido por los gritos de la multitud y mareado por la vorágine de ese mar de hojas de palma que agitaban en el aire, salté como un resorte cuando una mano apretó mi hombro, tenso como el resto de mi humanidad, y me indicó, mira Ay, allí vienen, mientras señalaba con su mano extendida hacia el final de la avenida. Enmudecido, observé primero al sonriente muchacho que me hablaba y luego seguí con los ojos la dirección que indicaba su mano. Una gran cantidad de músicos encabezaba la larga procesión que avanzaba por el centro de la avenida, como un gigantesco dragón que se arrastrara lentamente arrojando notas musicales en vez de fuego. Distinguí el sonido melodioso de liras y arpas amalgamado con los golpes de tambores y címbalos y el alboroto de matracas y sistros, sumándose a los soplidos en los largos cuernos de orix y buey. La música se volvió estudiadamente atronadora, atrapante, y se fue mezclando con las voces de un coro numeroso que acompañaba a los músicos. Sus himnos, como ‘jingles’ de televisión, alababan las bondades del Faraón y los dioses, y el sonido era apoyado por la imagen, como si los poderes divinos se plasmaran en los soldados que, siguiendo al coro, lucían sus impresionantes armaduras y cascos emplumados. Tras ellos marchaba, sin mayor orden, un grupo de civiles; llamaba la atención un hombre envuelto en una túnica blanca que acentuaba su cuerpo regordete y bajo, coronado por una cabeza fea y calva. Carajo, de dónde conozco a ese tipo, pensaba, cuando el que me había llamado Ay volvió a tocarme el hombro para gruñir con resentimiento, he aquí al maldito hijo de Seth, mientras señalaba al de la túnica blanca. Sin saber cómo, me animé a preguntar en aquel idioma desconocido, quién es. El muchacho explotó en una carcajada y me dijo, no me digas que no conoces a nuestro amado gran visir, el maravilloso administrador de las provincias que nos hace trabajar como bueyes. Cerró el comentario con otra risotada, al tiempo que llegaba a ser visible el último personaje de la procesión, el más impresionante sin dudas, el Faraón. Cruzaba los brazos sobre un pectoral de oro rojo, con el orgullo de su supuesto origen divino; en una mano blandía un cetro y en la otra un látigo, los dedos prodigaban anillos y las muñecas sostenían pomposos brazaletes, todo envuelto en los fulgores del oro y las piedras preciosas. Su cabeza proyectaba una magnífica corona doble que remarcaba el rostro empolvado de blanco, los ojos enmarcados en líneas negras y sus labios teñidos de carmesí; era una figura majestuosa y a la vez patética por el contraste con la miseria del pueblo. Explotador, hijo de puta, grité con furia; y quedé con la boca abierta y los ojos desorbitados ante los sentimientos que habían engendrado el insulto; por suerte éste se perdió en el bullicio reinante. La procesión ya había alcanzado el templo de enormes columnas y fue acogida por quienes supuse eran sacerdotes; juntos, ingresaron al recinto. Mi inesperado acompañante murmuró, quisiera Amón destruir a los ladrones en su día, ahora devorarán todas esas exquisitas comidas que nunca comeremos. Y así será por los siglos de los siglos, pensé en contra de mi voluntad, mientras él me tomaba del brazo y agregaba, vamos Ay, es mejor que volvamos al trabajo o ya sabes lo que nos pasará.


III

Todo había comenzado cuando Juan Alliaga, preocupado por las consecuencias políticas que podían resultar de la secuela interminable de accidentes que asolaba a la ciudad, reunió a los técnicos del área junto a los concejales, y arremetió con un preámbulo en el que, conciso por naturaleza, los increpó, son una sarta de gusanos inútiles, instándolos luego a debatir el tema con urgencia. Su tono era el mismo de siempre, agrio, crispantemente agrio; tanto que llevaba a preguntarse cómo diablos pudo ganar las elecciones si no le alcanzaba para ganar un amigo.
Iniciada la reunión, y con más verborragia que conocimiento de causas, fueron desmenuzando una a una las distintas alternativas. Ni hablar de instalar semáforos en todas las esquinas con un tesoro municipal maltratado y disminuido por la globalización y la corrupción. Mucho menos pensar en nombrar inspectores de tránsito, si bastó un recuento de los cruces de calles de la urbe para evidenciar la desproporción de las cifras. Así, tras varios días despuntando y descartando métodos alternativos más o menos aceptables pero económicamente inviables, llegaron a la conclusión mayoritaria, mayoría que osó excluir al intendente, de que lo único medianamente barato y eficaz, señores, será instalar en cada esquina un espejo levemente convexo, para brindar a los conductores una visión amplia de las calles transversales y los vehículos que por ellas se acercan a la encrucijada. Aunque flotaba un tufillo generalizado de orgullo por la decisión consensuada, el intendente era presa de una insatisfacción que no se ocupó de disimular, a pesar de no disponer de una propuesta superadora de su parte.
Durante muchas noches soñó que los siete Jinetes del Apocalipsis marchaban sobre la ciudad, portando espejos enormes que apuntaban hacia él y agigantaban el desagradable reflejo de su imagen hasta extremos intolerables. La tortura tardaba en disiparse aún después de haberse despertado, resbalando en el sudor grasoso propio de su personalidad. Sin embargo, cuando había transcurrido un mes desde la instalación del último espejo, y para sorpresa del doctor Alliaga, los hechos parecían exhibir un éxito completo: las colisiones se redujeron a una cantidad insignificante, lo que aumentó el contento del resto de los funcionarios que saborearon el mutismo resentido del jefe de la comuna, sigo pensando que basta concentrarse en la conducción del vehículo, sin distracciones, si uno quiere evitar todo tipo de desgracias callejeras; no hay necesidad de artilugios tan descabellados y anticuados como esos espejos; insisto, sólo a un montón de imbéciles se les pudo ocurrir, en plena época de realidades virtuales para uso casero, echar mano a un invento de principios de la era cristiana en la que algún bárbaro encontró la manera de decolorar el vidrio hasta hacerlo transparente; de qué sirve un espejo sino para devolver los defectos propios y ajenos.
Pero ni alegrías ni resentimientos perduraron ante los infortunios vehiculares, que no sólo recomenzaron como en las peores épocas, sino que rebasaron holgadamente a las cifras anteriores, como si los espejos hubiesen incentivado la imprudencia de cada ciudadano. El intendente, entre alegre y furibundo ante la concreción de sus presunciones, preguntó, qué esperan para investigar a fondo las causas, carajo, pero nadie daba con la punta de la madeja que permitiera desenredarla. Cada sobreviviente fue interrogado por las buenas y las malas; aún así, las tinieblas del enigma no se rasgaron. Todos respondían con evasivas o se internaban en relatos fantásticos que parecían demostrar, de un modo u otro, el ocultamiento de una verdad que por algún motivo no deseaba ser revelada; en tanto, las tragedias se multiplicaban y los hospitales resollaban de impotencia ante semejante diluvio de heridos y contusos. Ni qué decir de las empresas fúnebres. Indignado e intrigado por la actitud de las víctimas, el lord mayor decidió: interrogaré personalmente a los que ustedes consideren más inclinados a soltar la lengua, ya que se acercaba el día del aniversario de la fundación de la ciudad y para entonces deseaba tener el problema solucionado. Así lo hizo sin ningún resultado positivo, salvo una catarata de incoherencias y fantasías propias de mentes desquiciadas que entrelazaban la realidad con la ficción, el presente con el pasado, tejiendo historias sin sentido que Alliaga desechó por inútiles.

IV

Aunque la muchedumbre, apretujada en las inmediaciones del templo, esperaba pacientemente la salida del faraón y su comitiva, consideré prudente atender la sugerencia de mi inesperado anfitrión sobre la conveniencia de abandonar la ceremonia y regresar al trabajo; lo seguí con la mansedumbre de un cordero, actitud que asumía por primera vez en mi vida, algo aguijoneado por la inquietud de lo desconocido, ya fuese que se refiriese a ese universo nuevo circundante, o bien a mi mundo personal recién estrenado. Con voz aún insegura, le pregunté ¿cómo te llamas?. Me miró con extrañeza. Con voz preocupada me dijo, Ay, tú eres mi mejor amigo. ¿No sabes mi nombre? Qué te pasa Ay, soy yo, Kasfar. Nos conocemos desde niños. Para salir de la situación embarazosa en que me había metido, me reí mientras le decía, con la mayor convicción posible, es sólo una broma, Kasfar, cómo podría olvidar tu nombre.
Caminamos hasta llegar a un templo en construcción, henos aquí en la futura gran casa de nuestro señor Amenhotep III, lástima que deba morir para ocuparla. La afirmación de Kasfar me causó gracia porque, además de destacar la estúpida megalomanía del Faraón, era una metáfora que, irónica, resumía mi vida. Y a pesar de no ser demasiado versado en historia, sirvió, también, para deducir con más detalles mi domicilio actual en el tiempo.
Desde ese momento fui reuniendo, con esfuerzo, los pedazos dispersos de mi novísima personalidad, hasta concluir que era Ay, nieto de esclavos, hijo de esclavos y esclavo yo mismo, trabajador al servicio del gran visir. Ese enano gordito y perverso, que tan familiar me resultara, había montado un enorme taller en una de las salas terminadas del templo mortuorio; allí trabajaba yo, junto a otros innumerables esclavos, en la fabricación de joyas, bastones, abanicos y amuletos hechos de oro y sangre del pueblo e incrustados con piedras preciosas, semipreciosas y cuentas de vidrio, ya que éste también poseía los blasones de un alto valor. Y era justamente el vidrio mi verdadera especialidad al igual que la de Kasfar. Sobre moldes de arcilla que proveían la forma deseada, extendíamos una base de vidrio azul o turquesa sobre el que desplegábamos guardas de distintos anchos y espesores de los más variados colores, peinándolas de tal modo que dibujábamos los diseños más complejos y exquisitos, creando vasos, figuras talladas, esculturas, recipientes para cosméticos y ungüentos, y mil maravillas más.
A pesar de que me costaba creerlo, sentí que, aunque fuera un esclavo, disfrutaba de la práctica de ese arte como nunca había gozado de algo en mi vida (mejor dicho, mis vidas), sin especulaciones, sin retribución; sólo por placer, ni más ni menos. Un día deslicé un comentario a Kasfar sobre mi alegría por el trabajo, y, a raíz de esto, me contó, bajo palabra de mantener el secreto, que estaba experimentando la creación de un cristal dotado de cualidades mágicas. Esta confidencia y otras muchas actitudes suyas, hicieron que al gozo por el arte se sumara, con el paso de los días, la dicha hasta ahora desconocida de una profunda amistad: la que me unía a Kasfar y su amante, la hermosa Netis. En nuestras frecuentes conversaciones, ellos mencionaron varias veces a una muchacha llamada Alyda, que resultó ser la mujer de Ay, mi mujer. Alyda había viajado a un lejano pueblo donde vivían sus padres y, cuando regresó, descubrí que se trataba de una belleza enjundiosa con quién la palabra paraíso fue más que una palabra. Un día charlábamos los cuatro animadamente, cuando Kasfar se retiró por unos momentos para regresar enseguida ocultando algo a sus espaldas. Con voz estentórea gritó, loco de alegría: mirad, lo logré, he aquí mi gran invento. ¡El cristal mágico! Mirad, y mostró un pequeño espejo de notable nitidez en el que, por primera vez, disfruté de mi rostro.

V

Un día, cuando habían pasado muchos meses desde el inicio de su viaje en el tiempo, Juan Alliaga recordó, de repente, los interrogatorios a los que había sometido, personalmente, a algunos de los que habían sobrevivido a aquellos accidentes; interesado solamente en descubrir la causa de los mismos, no había prestado atención al verdadero sentido de esas experiencias y, por ende, no les había concedido la menor credibilidad.
El primer careo lo había afrontado con entereza una mujer de unos cuarenta años; tras haber bordeado la muerte, resplandecía eufórica y agradecida al destino. Aplastada por la rutina, había arrastrado demasiados años cargados con el contradictorio peso de un vacío interior, hasta que por un breve momento relacionado con el accidente, que no podía ni le interesaba precisar, volvió a aquel País de las Maravillas del que se había alimentado, golosa, cuando niña. Pero esta vez, por obra de algún sortilegio, ella era Alicia que, liberada del encierro impuesto por el libro, había irrumpido en la realidad reviviendo aventuras descabelladas que rescataron, del prejuicioso letargo de la adultez, su visión gozosa del diario vivir. Así, al volver a su identidad habitual, se vio trasladada desde aquel ceniciento valle de lágrimas, tan largamente sufrido, hasta las verdes colinas de la esperanza. Aunque el lord había atacado de mil maneras distintas para obtener algún detalle sensato y concreto en medio de semejante aluvión de desvaríos, éstos resistieron el asalto.
El siguiente interrogatorio había perfilado insólito como el primero. Se trataba de un famoso y magullado diseñador de ropas, animador de cuanto acontecimiento social tuviese lugar en las altas esferas. También rebosaba convicción de que lo ocurrido era un milagro disfrazado que le había permitido acceder por unos pocos segundos a su ídolo, George Brummel, el Hermoso, el caballero correcto, ingenioso, astuto, ya que trasladado vaya a saber cómo a la Inglaterra de principios del siglo pasado, se encontró en los zapatos del asistente personal de El Hermoso y terminó en sus habitaciones privadas para ayudarlo a probarse, orgulloso, nada menos que la primera corbata de la historia, acabada de crear por aquel genio indiscutible. Aunque enseguida había vuelto a ser él mismo, jamás olvidaría ese encuentro, confirmación de una fuerza creadora para la cual no existía el tiempo, y que ahora se expresaba a través suyo. Las distintas tácticas aplicadas por el intendente para hacerlo entrar en discursos razonables parecieron resbalar cual si treparan por un palo enjabonado.
Reprimiendo una preocupación mal disimulada, había enfrentado a un tercer protagonista de los hechos luctuosos, un técnico del observatorio meteorológico que, enyesado de pies a cabeza, se las ingenió para abrir la boca en un rictus de doloroso placer y articuló las palabras necesarias para esbozar un cortísimo viaje al lejano Renacimiento, convertido en el amigo más cercano de Galileo, quien, acicateado por la nueva del telescopio inventado por Hans Lipperskey en Holanda, estaba poniendo manos a la obra para fabricar uno él mismo. Lo último que se le hubiese ocurrido pedir a la vida a este oscuro observador del universo, era estar mano a mano con Galileo por unos momentos; y el deseo inexpresado le había sido concedido, iluminando lo que le restara de vida.
En una nebulosa de perplejidad, y desesperado porque el día siguiente era el indicado para los festejos del aniversario, el lord mayor se había arriesgado, perdido por perdido, a un cuarto intento por develar el misterio. Esta vez se trataba de un apuesto joven, víctima de rasgos clásicos y bellos similares a los de un busto de Apolo, quien, de manera tan imprecisa como los anteriores, describió sus instantes de estadía en el Olimpo, donde había sufrido aceleradamente los caprichosos vaivenes de aquellos dioses y semidioses tan humanamente apasionados, al verse transformado, en una mágica décima de segundo, en Narciso, momentáneo centro de las confabulaciones y venganzas habituales entre ellos; atrapado en esa red de maquinaciones, se vio privado del amor de Eco y condenado a amarse en su propio reflejo, hasta terminar convirtiéndose en una flor. Esa terrible experiencia le había permitido comprender que su aislamiento en esta vida era el resultado de viejas maldiciones. Determinado a no permitir que esos dioses de pacotilla se salieran con la suya por segunda vez, cambió su solitaria melancolía por el gozo compartido. Desde aquel momento, el doctor Alliaga se negó a escuchar más afirmaciones que atentaran contra la razón y la lógica; salió disparado del hospital como si lo persiguiera una jauría de perros enloquecidos.
Qué distinto era ahora que sabía cómo podían entremezclarse ficción y realidad, tiempos y espacios tan distantes en apariencia, vida, vidas, cuerpos, almas... Ahora sí entendía a esas personas que habían sido influenciadas tan positivamente como él. Sin embargo había una diferencia: las otras habían sido experiencias breves, tan sólo segundos; imposibles de comparar con su ya larga estadía en este nuevo mundo. Recién entonces tomó conciencia de que siempre había especulado sobre la suerte corrida por los sobrevivientes de las colisiones; nunca había barajado la posibilidad de ser, definitivamente, una especie de fantasma con costumbres distintas o, si uno quiere, el reflejo de alguien mostrando su revés en los espejos del tiempo. Y la idea lo acarició como el agua tibia de una cascada en primavera.


LO AMO TANTO

Ha dormido bien después de mucho tiempo. Hasta experimenta una sensación placentera, quizá como la del agua tibia de una cascada primaveral que acariciara su cuerpo. Sin embargo el inefable bienestar desaparece tan pronto como ese sonido vuelve a lastimar sus oídos. Primero es casi imperceptible; luego, la oscuridad y el silencio nocturno lo agiganta y la invade, la confunde, la aterroriza, allí, acurrucada en la cama del amplio dormitorio desde cuyas paredes llega el sonido que ellas producen al arañar los ladrillos para penetrar en la tierra, bajo el piso de madera, llenando el aire con esas pisadas pequeñas que retumban en carreras cortas y enmudecen en esperas alertas ante cualquier señal del enemigo.
Las manos de Teresa se aferran al frío metal de la cama. De pronto, un veloz roce en su piel se convierte en una corriente descontrolada; le recorre el cuerpo tenso y se atasca por unos instantes en la garganta, para enseguida estallar en un grito seco y penetrante que invoca a su amado. La luz cegadora de la puerta abierta con premura recorta una figura: es él, a quien creía inexplicable e irremisiblemente perdido después de aquel encuentro apasionado. Vuelve a contemplar su blanco esplendor, los cabellos rubios que enmarcan su rostro nunca develado, pero seguramente bello; cómo podría ser menos bello que la mirada de esos ojos azules, el único rasgo visible de una fisonomía diluida en una luminosidad etérea, la luminosidad de lo desconocido, lo excitante, lo perfecto. Todo temor y angustia han cesado de inmediato y la vuelve a embargar la intensa emoción de siempre, repetida desde su niñez, al verlo avanzar hacia su lecho, sentarse junto a ella, abrazarla. El éxtasis se desvanece cuando la puerta se abre con violencia; Teresa gira la cabeza sobresaltada. La mujer de mediana edad y madura belleza que irrumpe en la habitación le recrimina los problemas que causa y Teresa se vuelve hacia él en busca de protección; pero se ha marchado y, en su lugar, se encuentra Francisco, el padre adorado que también ha vuelto a ella después de tanto tiempo. La tristeza del hombre nubla sus ojos azules y se acentúa al mirar a Elena, su mujer, en un estéril intento de cordero por apaciguar al lobo.

Nuevamente está sola; trata de relajar sus músculos, vaciar su mente, pensar sólo en él. Acaba de cumplir diez años y
está jugando con sus muñecas en el patio de la vieja casona, cuando siente un ruido que se cuela desde la leñera ubicada al fondo y llega a sus oídos, haciéndola estremecer; sus ojos recorren la puerta entreabierta y las ventanas con sus numerosos y pequeños rectángulos de vidrio cubiertos de una vieja suciedad. Algo se mueve a través de los cristales empañados y un sudor frío le empapa el cuerpo al ver bultos de aspecto repulsivo que se deslizan, veloces, por la puerta del depósito y se escabullen por la alcantarilla excavada en el centro del patio. La curiosidad vence al temor y la niña espera. Cuando parece que todo está en calma, entra y se dirige, vacilante, hacia la pila de leños; al acercarse, para atisbar entre la masa informe de madera, algo peludo se abalanza sobre su rostro y viola sus ojos, su nariz, sus labios. Siente náuseas y, casi inconsciente, grita; alcanza a entrever la figura soñada mil veces que por primera vez se materializa: resplandecientemente blanco, con los cabellos rubios y unos hermosos ojos azules destacándose en un rostro de brillo cegador, se aproxima, toma un leño y carga contra los animales asestándoles golpes certeros, mientras la sangre azota el rostro de la niña, sus ropas y barre la conciencia restante. A medida que se recobra, se va rearmando la imagen venerada, fuerte y dulce; la mece, la acaricia, la consuela. Entonces llega Elena y él estalla en miles de fragmentos iridiscentes que se evaporan en el aire, para ceder su espacio a Francisco; por primera vez Teresa siente con fuerzas cuánto la detesta, cuánto odia a esa intrusa. Mas, a pesar de Elena, él vuelve; cada vez con mayor frecuencia.
Teresa sigue creciendo, pero persiste el horror de la sangre como si, a pesar del tiempo, aún tiñera su cuerpo; hay momentos en que el asco la ahoga. La impresión se vuelve más y más obsesiva y alcanza el clímax al ver la sangre que fluye un día entre sus piernas. Con el temor de la ignorancia, no se atreve a preguntar a su madre o a su padre y todas las noches el sueño se transforma en pesadilla: corre desnuda por el patio interminable para escapar de esos horribles animales que se agazapan, acechan, atacan. Entonces él surge de la nada y los mata uno a uno con su garrote, mientras ella trata de ocultar su desnudez; entonces él viene, la toma en sus brazos y en medio del aura esplendorosa, la posee, penetra en ella y la felicidad del placer la inunda junto con una cascada de sangre que cae sobre ambos ahogándolos hasta hacerla despertar. Ya no sabe si es una pesadilla o un sueño y, en realidad, la pesadilla comienza cuando despierta y sabe que no lo tiene, que ese gozo indescriptible de la inconsciencia se esfuma en la vigilia porque, cuando él aparece durante el día y se le acerca, lo desea con desenfreno pero sólo recibe una caricia y quizás un beso en la frente, en medio del deslumbramiento de su presencia. Hasta que un día la pasión y el deseo se imponen. Teresa está recostada en su cama y, cuando él penetra en el dormitorio y se sienta a su lado, ella siente que no puede esperar más; lo atrae hacia su cuerpo ardiente y, en medio de besos y caricias, hacen realidad la virtualidad de los sueños, mientras los ojos azules la miran con una mirada cuyo significado no sabe develar.
Ese día, el más feliz de su vida, es también el más amargo: él no vuelve y, mientras el tiempo transcurre, el abrazo de la soledad la asfixia más y más. Ni siquiera su padre, siempre cercano y amoroso, se aproxima para mimarla como solía hacerlo. Teresa no comprende y sólo puede dejarse estar en el vacío de la depresión, consumida por las llamas del deseo y el gélido abandono. Sin embargo, ahora han regresado. Estuvieron con ella sólo unos instantes, mas seguramente volverán y no la abandonarán jamás.

Los días, las semanas, los meses se diluyen en una espera vana, hasta que una noche despierta de uno de los tantos malos sueños al escuchar sonidos, pasos, corridas, gritos; en la oscuridad siente golpes en la puerta y la voz de Elena gritando que Francisco está grave. Teresa salta de la cama, abre la puerta y la luz del pasillo la ciega; trastabilla hasta el dormitorio de sus padres y ve a Francisco exánime sobre el lecho. Elena se mueve de un lugar a otro sin cesar, no te quedés ahí, hacé algo, tu padre está mal, Teresa queda petrificada mientras Elena, acercándose a su marido, le toca la frente, el pulso; en ese momento suena el timbre. Elena abandona la habitación y en pocos segundos vuelve seguida del médico que se acerca al enfermo, ausculta su corazón, mide la presión arterial y verifica sus reflejos casi nulos, trombosis cerebral. Abre su maletín, saca una ampolla, una jeringa y aplica la inyección en el brazo inmóvil, no hay esperanzas, sólo resta aguardar, salgan de la habitación, yo me quedaré vigilándolo. Elena deja el cuarto de inmediato, mientras Teresa permanece inmóvil; el médico se acerca, la zamarrea, por favor salga, y como una autómata la mujer se dirige hacia el salón de estar.
Todo terminó, lo siento, su esposo ha muerto. Mientras Elena habla con el médico, Teresa se apoya en las paredes para no caer en el trayecto hacia el dormitorio donde yace el cuerpo inerte de Francisco; y al verlo, comprende el engaño: no es Francisco el que ha muerto sino él, envuelto en ese brillo astral tan conocido, con su rostro cubierto de luz, salvo por los ojos azules que ahora han perdido la expresión, la vida y miran sin ver. Luego un murmullo, pequeñas pisadas frenéticas que se multiplican, aturden, y una tabla del piso de madera que salta con violencia para lanzar cientos de ratas que van llenando la habitación, y se arrojan sobre el cadáver; ahora es ella quien puede defenderlo. Invadida por un vértigo de excitación, sale disparada hacia la leñera, atraviesa la puerta y aferra un enorme madero; vuelve a la casa invadida por esos horribles intrusos y levanta el leño decidida a luchar hasta las últimas consecuencias.

Todo pasó. Necesita aire puro, serenar sus pensamientos; abandona la sala, sale al jardín, mira las estrellas y, por primera vez en mucho tiempo, una sonrisa placentera distiende su rostro, mientras el silencio señorea en el interior de la casa.


SECUELAS ORIGINALES

Se desperezaron los primeros rayos del sol mientras el silencio señoreaba en la ciudad como en una gran casa donde no hubiese vida. Era miércoles, día de Mercurio, dios de ladrones, retóricos y comerciantes. Después de dormir en el lecho del olvido durante veinticinco siglos, su culto había abierto los ojos sorprendidos ante una realidad distinta, zamarreado por el empuje de una campaña publicitaria subliminal con objetivos precisos, que hizo brotar templos en todo el planeta con la velocidad de semillas abriéndose a una nueva primavera.

Elcira no había alcanzado a despertarse por completo, cuando sintió esa habitual, a veces cotidiana necesidad compulsiva. Siempre ocurría igual; un cosquilleo se infiltraba en los dedos de los pies, trepaba por sus piernas, la inquietaba al llegar al pubis, se convertía en un torbellino de ansiedad cuando alcanzaba el corazón y estallaba en una intuición al penetrar en la cabeza, intuición de una carencia que tardaba en dilucidar. Salió de la casa, su esperanza centrada en Mercurio, e ingresó al templo cercano a la plaza; increíblemente gigantesco, simbiosis de estilos clásicos y modernos, circular y coronado por una gran cúpula, un altar giratorio en el centro y, allí montada, magnífica, una enorme escultura del dios. Al girar, Mercurio parecía observar los muros y el solado, recubiertos por artefactos provenientes de todo el mundo, diseñados para cubrir todo tipo de necesidades imaginables en el ser humano; un vuelo creativo sin límites, que bien podía despegar en una base de camas flotantes sobre cámaras de aire y aterrizar en un despliegue de aeronaves individuales para viajes interplanetarios.
Como tantas otras veces, Elcira era víctima de un embeleso cercano al éxtasis; esas maravillas eran un anticipo del paraíso, una inspiración irreemplazable para precisar aquello que intuía. Tuvo que esforzarse para escuchar la prédica del clérigo, que fue tomando forma en su mente tan lentamente como el dibujo de un niño en el papel, porque nuestro dios nos brinda, día a día, la posibilidad de crecer y madurar como seres humanos, caracterizados por una capacidad única, la capacidad de acrecentar nuestro confort a través de los bienes materiales. Sí, hermanos, confort. Palabra que define a nuestra civilización y la diferencia de las precedentes, caracterizadas por una tendencia masoquista, desterrada para siempre por nuestros profetas que nos señalaron, de ese modo, la puerta de ingreso hacia una felicidad perfecta. Los invito a dar gracias al gran Mercurio por cada uno de estos adelantos logrados por nuestros científicos y técnicos...
En ese preciso momento se hizo la luz; la mirada de Elcira concluyó su viaje exploratorio al descubrir, expuesto con elegancia en un rincón del edificio, el motivo de su actual desvelo. Sin esperar a que concluyera la ceremonia, salió del templo como un pájaro anhelante de horizontes lejanos. Se dejó llevar por la cinta transportadora peatonal con la misma docilidad de una hoja arrastrada por la brisa otoñal. Gente, árboles sintéticos, canteros desbordantes de flores artificiales aquí y allá; nada lograba capturar su curiosidad, eran demasiado conocidos. Allí estaban, inmutables, bajo la cúpula atmosférica que obraba el milagro de un clima agradable en una eternidad sin estaciones.
Sin darse cuenta, llegó a la residencia, buscó a su esposo y lo encontró en la sala de juegos, sentado frente a uno de los robots-lúdicos; absorto en una complicada propuesta, no escuchó a Elcira hasta que dijo, un tridivisor ...
¿Qué?, exclamó Joaquín sobresaltado. Justo cuando estaba por ganarle a esta maldita máquina. ¿Qué querés?.
Necesitamos un tridivisor, afirmó Elcira.
Estás loca. Hay uno en cada habitación.
¡Mentiras!, estalló la mujer. En la sala de música no hay ninguno.
Joaquín sabía que no había argumento capaz de disuadir a su mujer cuando volcaba la pasión en el océano de las adquisiciones. Además, y para ser sincero con él mismo, debía reconocer que se trataba de una excelente idea.
¡Está bien!, gruñó. No tengo ganas de discutir. Si querés que escuchemos música y veamos tridivisión al mismo tiempo, allá vos. Iremos de compras esta misma tarde, concluyó con un disimulado suspiro de satisfacción .
Envuelta en un aura de felicidad, Elcira se dirigió a la cocina. Quince minutos después, la pareja y sus hijos, Ruth y Abel, estaban sentados a la mesa, almorzando. Diez minutos habían bastado para que la computadora-seleccionadora-de-alimentos decidiese qué era lo conveniente para aquel miércoles 15 de julio, transmitiese la orden a la macro-elaboradora-de-comidas dueña de la cocina y enviara el menú a la mesa del gran comedor mediante una cinta sin fin; el mismo fue consumido con un apetito tan meritorio como el del mejor de los romanos imperiales, fruto de la idea, compartida ahora por los retoños familiares, de un innovador artilugio en el hogar. Agotado el pequeño festín, uno de los robots-acondicionadores transportó la vajilla al salón de cuidado y mantenimiento donde sería lavada y guardada por sus pares.
Esa misma tarde, la familia se encaminó hacia el aeromóvil azul, el de los miércoles, partieron agitados por las vibraciones de la ansiedad hacia la central de ventas de artefactos para el hogar y, tras un conciso viaje por la ruta aérea 320, aterrizaron en el área de estacionamiento anexa a la construcción vidriada concebida con pretensiones de monumento. Fueron recibidos por un minitransportador que los depositó en la entrada del edificio y, tras ingresar, un robot-vendedor los condujo a la sección tridivisores. La elección no fue fácil; la gama era infinita. Sin embargo y aunque todos los aparatos tenían canales interactivos combinables, las dudas se evaporaron ante un nuevo modelo que, según el robot, es la máquina más perfecta creada por el hombre. Posee control telepático.
De regreso en el hogar, fue instalado en la sala de música por uno de los robots-acondicionadores-reparadores-de-viviendas que realizó las remodelaciones necesarias para su mejor aprovechamiento. El resto de la tarde se transformó en una orgía visual donde el placer de la creatividad trascendió los límites del universo conocido; a medida que jugaban, descubrían nuevas formas de combinar canales, programas, películas, personajes, logrando los resultados más originales que podrían haber imaginado. Y bastaba con pensar el ajuste deseado; el tridivisor con control telepático receptaba las ondas cerebrales, seleccionaba las más compatibles y las programaba haciéndolas realidad en el mismo instante. El artefacto les absorbió la noción del tiempo; sólo hubo una interrupción producida por el insistente llamado del control-computarizado-de-horarios que, en vez de dar sus tres PIPS habituales, se empeñó en anunciar la hora de la cena hasta que toda la familia se sentó con desgano a la mesa del comedor.
Durante la comida, únicamente Elcira rasgó el velo del silencio para decir, malhumorada, mañana ordenaré al robot-técnico-de-mantenimiento que revise el maldito PIP-ómetro, que los había interrumpido en la mejor parte de la multiprogramación alcanzada esa tarde con el nuevo aparato. Después de deglutir algunos bocados austeros, regresaron en tropel a la sala de música para enfrascarse otra vez en el recién estrenado juego-espectáculo, hasta que, agotados, se dieron por enterados de que eran las dos de la mañana y, sin saludar, se retiraron a sus dormitorios.
El reloj-alarma-inteligente desató sus trinos muy temprano. Si bien estaba programado para medir el nivel energético de los ocupantes de la vivienda y, de acuerdo a ese resultado, determinar a qué hora debían levantarse, parecía haber fallado en su precisión al hacerlos abandonar el lecho a las seis de la mañana después de un reposo de cuatro horas. Sin embargo, grandes y chicos acataron la orden gustosos y, sin desayunar, se ubicaron frente al nuevo tridivisor. Emprendieron arreglos y mezclas que leudaron su entusiasmo. De repente, el problema del control-computarizado-de-horarios se interpuso en los pensamientos de Elcira quien, renuente, fue hacia el salón de las máquinas destinadas al cuidado y mantenimiento de la casa. Control en mano, ordenó al robot-técnico que reparara el aparato descompuesto. Aparte de una serie de movimientos descoordinados, no receptó una respuesta coherente por parte del armatoste. Qué pasa, se preguntó Elcira, todo está fallando, tendré que llamar al Perito-Computador y así lo hizo, enviando un mensaje a través de la inter-red. Sin demoras, se unió a los otros para continuar el juego.
Al mediodía, el PIP del control-de-horarios volvió a enloquecerse pero, aunque no se detuvo, fue ignorado por la familia, que siguió enfrascada en el juego sin probar bocado. El sonido del detector-de-visitas arrancó a Joaquín de la concentración y se dirigió a la puerta de ingreso accesoria de donde provenía el anuncio. Era el Perito-Computador, quien, después de revisar con esmero el PIP-ómetro y el robot-técnico, declaró, están en perfecto estado, no me explico por qué actúan de ese modo, y con eso, partió mientras el PIP seguía resonando y el robot proseguía sus bailes dislocados. Joaquín miró la hora, las siete de la tarde, y advirtió por fin el vacío que atormentaba su estómago. Aunque reticente a perder tiempo de juego, obligó a la familia, siéntense y coman. Recién entonces el PIP del control-de-horarios se acalló. Después de una magra cena se reacomodaron velozmente frente al tridivisor. No notaron que un equipo-hacedor-de-música comenzó a emitir fuertes acordes rítmicos sin que nadie lo hubiese programado.
Esa noche los cuatro se retiraron a las tres de la mañana, con sus mentes absorbidas por el pasatiempo; no obstante, un vericueto del cerebro de Joaquín percibía una adormecida señal de alarma si bien no sabía a qué atribuirla. Durante varios días las obligaciones externas, como el trabajo o el colegio, y las necesidades personales relacionadas con el alimento, el aseo personal y el descanso, rodaron por la pendiente de la postergación. Durante tres días no hubo reposo en pos de la continuidad de la diversión. Solamente Joaquín advertía la intensidad creciente de esa alarma indiscriminada en su cabeza. Algo estaba mal. Con un extraordinario esfuerzo, amenazó a su familia, aliméntense, descansen o, de lo contrario devolveré ese maldito aparato a la central de ventas, de donde no debería haber salido jamás. Cuando obedecieron eran las doce de la noche del día domingo; habían transcurrido cinco días desde la irrupción del tridivisor con control telepático en sus vidas.
El puntero del reloj no había concluido un giro completo cuando
una olada de ondas sonoras invade la casa, despertando a los cuatro habitantes. Semidormidos, salen de sus cuartos y cruzan miradas desconcertadas. Qué diablos pasa, pregunta Joaquín, ¿quién encendió los tridivisores a esta hora de la noche?. Sin la espera de una respuesta, recorre la vivienda intentando silenciarlos. Imposible, los controles no responden. Es más, el volumen continúa aumentando, haciéndose insoportable al activarse los llamados del control-computarizado-de-horarios y el detector-de-visitas. Los equipos-hacedores-de-música empiezan a gemir sonidos que se suman a la confusión. Joaquín, Elcira, los niños, corren intentando controlar la situación en un desconcierto propio de lo inexplicable. Joaquín se detiene por un instante frente al nuevo tridivisor y una sensación helada lo paraliza. Algo presiona su cerebro, lo asalta, controla sus pensamientos, lo obliga a sentarse frente al aparato. Pugna por rechazar ese empuje sobrehumano, trata de reordenar sus ideas. Durante una fracción de segundos las palabras del robot-vendedor resuenan en sus oídos, ...la máquina más perfecta...control telepático..., pero ahora cobran un nuevo significado. Un grito de Elcira escapa del salón de las máquinas y recorre los distintos rincones de la casa, llega a Joaquín que, aturdido, procura levantarse, acudir en ayuda de su mujer, pero fracasa en su intento. En el salón, el estrépito ensordece, las computadoras-limpiadoras proyectan bocanadas de agua hirviente, el vapor diluye la visión y se mezcla con las nieblas del pánico. Una lluvia de líquido en ebullición ataca el cuerpo indefenso de Elcira que, al entrar, ha resbalado y yace sobre el piso. Intenta levantarse, pero algo la retiene; su bata ha sido aprisionada por los dientes de la trituradora-eliminadora-de-residuos. Reuniendo sus escasas fuerzas, arranca la prenda y, tambaleante, se pone de pie. Cuando gira para huir, los robots-acondicionadores-reparadores-de-viviendas avanzan encegueciéndola con sus haces de luz que apuntan a los ojos desorbitados. A tientas, se escabulle en busca de la salida y logra deslizarse afuera un segundo antes de que la puerta accione su cerradura electrónica. Mientras tanto Ruth y Abel deambulan por la casa llamando, mamá, papá. Penetran en la cocina; la macro-elaboradora-de-comidas ha entrado en actividad y la gran boca de ingreso de materias primas se abre para proyectar su fuerza succionadora. En ese instante llega Elcira que toma a los niños de los brazos y los arrastra fuera de la habitación. Los tres, sin aliento, se dirigen a la sala de música como autómatas.

Han transcurrido varios días en una sucesión indiferenciada. Los cuatro moradores de la casa están sentados frente al tridivisor con control telepático. El ambiente hiede; ni siquiera dejan el lugar para satisfacer las necesidades fisiológicas. Su aspecto es deplorable: sucios, pálidos, la mirada vacía centrada en el aparato, las mentes en una ebullición de imágenes arrancadas de sus circunvoluciones más íntimas por una voluntad superior a ellos, imágenes combinadas en secuelas originales y creativas. A pocas cuadras, Mercurio continúa girando, inmutable, en el centro del mundo.


NO NOS PERMITIMOS COBARDÍAS

Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu.
CHUANG TZU (de Sueños de la mariposa)


Se sentía como si una fuerza poderosa girase en el centro del mundo y pugnara por absorberla. Amanda trató de rechazar esa sensación agobiante y se aproximó a la limusina para iniciar el regreso al departamento, soportando los últimos abrazos envueltos en palabras inaudibles; subió al vehículo y ordenó al chofer que partieran. Lápidas, cruces, flores, impactaron la retina de sus ojos reacios a prodigar tan sólo una lágrima, aunque había tantos motivos. Quizás porque excedían su capacidad de sentir. Allí quedaban sus padres, Dios, hasta hace dos días emanaban una vitalidad que parecía indestructible, pero habían bastado unos segundos, un automóvil que resbala de la ruta, devora el vacío y luego la nada y mil dudas y especulaciones, si fue esto o aquello o hubieran hecho esto o lo de más allá. Inútil. Elucubraciones ingenuas y sin fundamento en pugna por explicar ese momento, impredecible e ineludible, en el cual sucede lo que sucede, mientras uno todavía cree que no ocurrirá jamás.
En la historia de los Méndez Vidal, la familia paterna, la muerte había sido siempre la visitante indeseable que llega demasiado temprano. Rango, posición acaudalada, cultura, nada amilanaba a ese ser invisible y nefasto. Dueño de mil formas, se las arreglaba para encontrar la manera de propinarles fuertes impactos, que se alejaban desde el epicentro e imprimían dolorosos círculos concéntricos en el espacio y el tiempo: la bisabuela, empujada al suicidio por el abandono de su esposo, de quien nunca había vuelto a tener noticias; sus abuelos, secuestrados y ejecutados en el clímax de la guerrilla, culpables de ser dueños de una empresa antigua y próspera; y ahora sus padres. Vidas tronchadas e inolvidables a pesar del trajinar de las generaciones.
La familia materna, por el contrario, ostentaba una modalidad tradicional, ¡conservadores hasta la muerte!; lo apropiado era despedirse de este mundo a una edad avanzada, pulcramente ubicados en una cama confortable; y ésa era una de las razones por las cuales Amanda sentía una atracción poderosa por la familia de su padre, son un desafío a la razón y los sentimientos.

La limusina, silenciosa como sus ocupantes, se detuvo frente al lujoso edificio de departamentos donde Amanda habitaba desde su casamiento. En ese escenario de una luna de miel sin límites,
ella y Arturo desandan la felicidad de los años plenos, la juventud y el anuncio de la madurez; el gusto compartido por la música, la pintura, el teatro, el goce de la intimidad para lo cual siempre hay tiempo a pesar de la ardua y exitosa carrera diplomática del esposo y su propio papel, cada vez más destacado, en la empresa familiar que crece, y qué modo de sorprender a todos, apoyada en una lucidez y audacia hasta entonces ocultas. El único defecto en ese retrato casi perfecto es la ausencia del hijo, nuestra gran esperanza negada, carencia atenuada por un amor incorruptible ante el sahorno del tiempo. Hasta que un hecho aparentemente afortunado en la vida de Arturo resulta ser el inicio del fin. Su designación como diplomático en la embajada de París gesta la primera separación prolongada, debido a la permanencia de Amanda al frente del directorio de la firma familiar, ¡cómo abandonar justo cuando mis esfuerzos empiezan a dar frutos!; en ese paréntesis cabe el elemento detonante de la catástrofe, elemento concreto con nombre de mujer y apellido de marquesina, unidos a cualidades de belleza y seducción que dan por tierra con la fidelidad del marido. Conocer a Nicole es para Arturo el acceso a una dimensión distinta del amor, y, lo que antes parecía una relación a la vez estable y apasionada, degenera en un remedo; su mujer se vuelve el recuerdo de algo agotado, hay que acabar con esto; y sin demoras regresa al país. Amanda muestra una actitud serena, digna, pugnando por no delatar el choque de emociones encontradas que combaten en su mente. Pero la realidad es que su amor por Arturo se contamina con un odio incitante, criminal, sólo deseo matarlos, ¡a ambos!, su esposo traicionero y esa desconocida que, sin contemplación, ha demolido su hogar. Sin embargo, domina a los sentimientos con las riendas del amor propio y acuerda un rápido trámite de divorcio; pocos meses convierten a Arturo en un recuerdo de su pasado que lastima y se va convirtiendo en un sordo reclamo de venganza.
Los hechos de su vida se desbocaron liberados de la prisión de la memoria por la llave de esta nueva congoja provocada por la ausencia definitiva de sus padres; se condensaron en los pocos segundos necesarios para bajar de la limusina y subir al departamento, convergiendo en un desconsuelo sin límites, ladrón de las fuerzas indispensables para seguir viviendo. Tomó una dosis doble de sedantes, se recostó en la cama y pronto discurría en un sueño asolado por las huestes de las pesadillas.


Deshojó los días en un encierro autoimpuesto, mientras las imágenes arracimadas en un remolino vertiginoso en busca de un lugar apropiado en los archivos de su mente fueron cediendo empuje y encajando unas con otras, como si una mano invisible armara un rompecabezas con la infinita paciencia de alguien dejado fuera del tiempo. Con la única compañía de su mucama, Amanda experimentó, poco a poco, la sensación de haber recuperado gran parte de su antigua energía y decisión; como no tenía caso permanecer en ese departamento, ligazón con un pasado convertido en cadáver sin esencia, dispuso mudarse a la casa de la familia paterna habitada por sus padres hasta aquel día fatídico.

Los primeros tiempos en la mansión, antigua guardiana de todo lo mejor de los Méndez Vidal, devolvieron a Amanda la tranquilizadora percepción de la inmortalidad, estar allí atenúa todo penar, es como palpar la presencia de mis padres, mis abuelos, mis bisabuelos, impresa en los detalles de cada habitación. Otra vez tenía un hogar con vida y carácter propios, síntesis del de sus sucesivos habitantes. Construida por su bisabuelo Ignacio cuando el siglo intentaba sus primeros pasos,
se yergue con su majestad neoclásica en un distrito residencial marcado por una cuadrícula de calles angostas y empedradas, pobladas por una mezcla de tranvías, carrozas y carros tirados por caballos junto a los primeros automóviles que imponen la nota curiosa. Ignacio decide, la decoración de la casa será tu privilegio, Amanda. Poseedora de un talento innato para esos menesteres y amante de la pintura, plasma cada rincón de cada aposento con esmerados detalles, no olvides que el todo es más que la suma de las partes; todo emana una difícil pero lograda combinación de eclecticismo y armonía donde conviven, exquisitos, un antiguo secreter francés con molduras doradas y elaborados motivos clásicos, al lado de un sillón Chippendale en madera bellamente entramada, ¿acaso no lo ves como un símbolo de la compleja trama de la vida, Ignacio?; o un escritorio de la época de Luis XV con molduras de bronce y placas de porcelana de Sevres, junto a una silla plegable renacentista decorada con volutas y patas como garras de león, exquisita como tú, querida.
Elige pinturas igualmente variadas; estilos y épocas suman una colección de obras famosas con las que no desentonan algunos cuadros propios. Se destaca un autorretrato que, muy adelante en el tiempo, impactará a Amanda, la bisnieta, por su belleza y por el extraordinario parecido de las dos mujeres unidas en el mismo nombre, si parecemos la misma persona; la coqueta cabellera corta adornada por un ancho sombrero del que cae un lazo de tul hacia un costado, el largo vestido de color pastel y leve escote en “v” con un gran prendedor en el vértice, los finos zapatos de tacones altos; indumentaria acentuada en su originalidad y buen tono por la figura de la mujer sentada, con estilo y desenfado, sobre el brazo de un sillón francés del siglo XVIII sembrado de peonías, crisantemos, hojas de bambú y pájaros.
Amanda, la bisnieta, había penetrado en ese mundo de maravillas a través de los bocetos realizados por su bisabuela, conservados en la biblioteca de la casona donde desde niña disfrutaba, durante horas, del placer de recorrerlos e imaginarlos. Era la única entrada a aquel mundo pasado, ya que su abuelo Carlos había tomado la pésima decisión de hacer un recambio casi completo de muebles, tan encantadores, ¡cómo se le pudo ocurrir!, por otros modernos, suplantando la preciosista complejidad de la antigua ambientación por la simpleza y funcionalidad de las nuevas líneas. La casa no cambió demasiado desde entonces, salvo por reformas menores y el agregado de detalles decorativos de poco peso; afortunadamente, las pinturas resistieron toda esa moderna invasión bárbara y seguían siendo el solaz de Amanda en la década del noventa, son mi tesoro más preciado.
El entorno de la casa también soportó una metamorfosis inevitable. Producto de la dictadura del progreso, la angosta calle adoquinada se ensanchó transformándose en avenida, continente de un enloquecedor tránsito de vehículos estrepitosos, bordeada por altos edificios de departamentos, a veces me parecen monstruos acechando sobre la casa, sobreviviente milagrosa, único testigo del antiguo y sereno esplendor.

Reincorporada de lleno a sus actividades en la empresa, Amanda se dejó absorber por el entusiasmo propio de la febril consecución de negocios exitosos, como antes de su divorcio y la muerte de sus padres. No ocurría lo mismo con las restantes horas del día, en las que sus hábitos mudaron de faz, realmente no quiero visitar a mis amistades ni ir al cine o al teatro, prefiero permanecer en casa, la mejor compañía es la de mis antepasados. Pasaba largo tiempo concentrada en el retrato de la bisabuela a quien había conocido a través de los relatos de sus padres y sus abuelos. El importante espacio ocupado por ella en la vida de Amanda desde su infancia creció a partir de aquel día reciente en que, hurgando en el contenido de la biblioteca, encontró con sorpresa su diario íntimo, entremezclado con otros numerosos libros en el estante superior de uno de los muebles, es como si el tomo hubiese permanecido, ignorado, aguardándome para posarse en mis manos. Las anotaciones se iniciaban en los últimos años de soltera y concluían muy poco antes de su muerte; y a medida que la lectura avanzaba, Amanda afianzó su admiración por la bisabuela. Sus múltiples facetas
se despliegan como un elaborado abanico, desde su amor por la música y la pintura hasta el compromiso, inusual en una mujer de su época, con los acontecimientos mundiales, como su actitud activa durante la primera guerra. No se limita a conocer los resultados de la lucha en los distintos frentes, sino que lidera una organización nacional de ayuda a los países involucrados en la contienda, les agradezco esta enorme cantidad de víveres y ropas; los cargaremos de inmediato en barcos que partirán mañana hacia Europa. Sus intereses y actividades parecen multiplicarse infinitamente, sin embargo no llegan a colmar los vericuetos de su corazón que comienza a vibrar con intensidad desde el día en que conoce a Ignacio en una velada teatral; Amanda, sin dudas una mujer apasionada, centra su corazón en ese hombre desde el primer encuentro, sé que nuestra unión durará hasta el fin de nuestros días.
Con el devenir del tiempo, su vida se ramifica en experiencias gratas como el noviazgo, el casamiento, la construcción y decoración de la casa, el hijo, la relación estrecha y ardiente con su esposo, pero al final, el sabor amargo de la duda; una carta anónima le advierte que Ignacio tiene una amante, la famosa actriz Eva Stutz, afincada en la Vía de los Alamos en la casa número 575. Amanda corrobora la veracidad de esa información
y con eso concluían las anotaciones, sin ninguna clave sobre los pensamientos que la habían invadido entre ese momento y la decisión de poner fin a su vida.

Sumergida en cavilaciones sobre esa incomprensible mancha al orgullo de su linaje, es un punto final incoherente para una vida que no temía a la vida, Amanda veía las horas desovillarse con la esperanza puesta en la imagen del retrato, como si aquél pudiera llegar a develarle el misterio. Mientras más la miraba, más palpables se volvían las similitudes entre ambas: sensibles, definidas, las dos eran, además, mujeres de temple, superadoras de los límites de un mundo machista, amantes de un solo hombre y, en ambos casos, abandonadas como epílogo del intenso romance. Pero las Méndez Vidal no nos permitimos cobardías; cuando Arturo la dejó, en ningún momento sopesó la posibilidad de autoeliminarse; revivió el fuerte deseo de acabar con su marido y Nicole, la amante, quise matarlos a los dos, ¡bastardos asquerosos!. Acaso
Amanda experimenta las mismas ansias de venganza hacia Ignacio y Eva. La única forma tolerable de evitar la comisión del crimen es el suicidio; está su hijo de por medio: ¿crimen o suicidio?, ¿qué puede pesar más negativamente en su futuro? Aunque ambos son atroces, su mente es incapaz de albergar otra alternativa; enloquecida ante la felonía cometida por Ignacio y llena de dudas sobre la opción a elegir, se dirige a la biblioteca. Como una sonámbula, toma la pistola guardada por su marido en un cajón del escritorio, mientras imagina al mismo tiempo a su hijo acosado por la figura de una madre asesina, reflejada en todos los periódicos del país. La decisión menos nociva se vuelve clara de cara al gran amor que experimenta hacia su único heredero.
Amanda estaba segura, los hechos sucedieron de ese modo y la sacudió una repulsión irreprimible hacia Ignacio que se entremezcló con la faz de Arturo compartiendo el destino de su abominación.


Durante los días siguientes, abandonó las especulaciones obsesivas y, tras mucho tiempo, volvió a realizar algunas salidas para hacer compras al terminar su trabajo en la empresa. El viernes a la noche, delineó el boceto de algunas ropas, como había sido su costumbre antes de la separación. El sábado temprano, lo llevó a Jacques Cartier, su modisto, y si bien éste no hizo comentario alguno, la expresión de su rostro desnudó la sorpresa causada por la excentricidad del diseño.
El lunes de la semana siguiente, notificó al gerente de la empresa que tomaría algunos días de vacaciones. Los dedicó a visitar anticuarios, ante quienes desplegó los croquis de Amanda; vendió el mobiliario funcional del abuelo y lo reemplazó por piezas similares a las del decorado original. Cuando todo estuvo en su lugar, fue como haber recuperado una identidad largamente perdida. Como conocer la tibieza del placer por primera vez.
Durante días se desliza por las habitaciones acariciando el moblaje con sus ojos y sus manos, deleitando su olfato con el perfume del ébano, el palisandro y la caoba, deslumbrándose con el brillo de los dorados y las porcelanas. Solamente deja la casa el viernes por la mañana, el día señalado por el modisto para entregarle sus nuevas ropas y, de inmediato, regresa a la mansión.
Al anochecer, abre la gran caja que Jacques Cartier le ha dado esa mañana, se viste en medio de un aura de satisfacción; luego encamina sus pasos hacia la biblioteca, toma la pistola del cajón del escritorio y, ataviada con el largo vestido de color pastel y leve escote en “v”, el ancho sombrero con un lazo de tul cayendo a un costado y los elegantes zapatos de tacones altos, se dirige a la puerta principal y penetra en la semipenumbra de la angosta calle empedrada rumbo a la Vía de los Alamos.


AÚN RESTA ALGO POR HACER

Alberto, parado frente a la ventana de la sala de estar, miraba sin ver la angosta calle empedrada que daba acceso a la casa. Luego se sentó en un sillón con la cabeza entre las manos, en un intento vano por aquietar la ebullición de ideas y sentimientos que le quemaban las sienes; permaneció inmóvil un largo rato y, cuando levantó la vista, miró otra vez la página del periódico abierto sobre la mesita de la sala. Aunque cada palabra estaba inscripta en su memoria, releyó la gacetilla que hablaba de la temprana muerte de Alicia Aguirre, escritora de renombre, como si esto pudiese agregar algo a una convivencia de once años. La descripción del texto omitía tantos rasgos de su carácter, que el resultado se parecía al reflejo de un rostro en un espejo empañado: en el mejor de los casos, apenas permitía adivinar las facciones enfrentadas. Quizá lo que podía definir a Alicia por sí solo era su amor a la verdad y el artículo no lo mencionaba, si hay algo que no soporto es la mentira, la falsedad, el engaño. Y él conocía bien hasta qué punto su manera de ser le creaba una necesidad compulsiva, el farsante de turno debe saber que yo sé. Sólo cuando lo lograba recuperaba la paz. Se levantó, se dirigió al estudio, abrió el cajón superior del escritorio, tomó el cuaderno con los borradores de los últimos relatos escritos por ella y lo abrió en las páginas finales que tantas veces había leído en tan pocos días, intentando encontrar una explicación.

Desplazarse es ahora tan sencillo; basta pensarlo. Me observo tendida, inmóvil. Resulta natural, nada sorprendente; miro mi rostro, una máscara sin emociones, relajada, distendida, impasible. Silencio absoluto, salvo por algunas interrupciones del empleado: esporádico, idéntico, entra en la sala con alguna corona de flores, la ubica con desgano, se aleja arrastrando los pies. Un tiempo indefinido, sin propósito, en el análisis de mi apariencia. Luego un murmullo; se insinúa, crece, se traduce en frases entrecortadas, gemidos, llantos. Dos siluetas en la penumbra y el rostro de ustedes, mis padres, dibujándose lentamente. No son los que estoy acostumbrada a ver. No sólo por las distorsiones del dolor sino por esa cualidad de transparencia que se les extiende a todo el cuerpo. Igual a esos fantasmas que una imagina en la niñez, translúcidos, capaces de atravesar paredes como lo más natural del mundo. En una condición donde las partículas del cuerpo han perdido su aparente cohesión y estatismo para convertirse en una mera envoltura etérea de algo más visible y palpable: pura energía girando sin parar en un tráfago de colores, casi un arco iris. El rojo, el de los instintos más primitivos, el de la supervivencia, arranca en la base de sus espinas dorsales y vira al naranja, el color del sexo, en sus zonas reproductoras; luego el amarillo del plexo solar, el aposento invisible de las emociones; y la sede de todo amor, el corazón, con sus verdes latidos; el azul de la comunicación y el juicio colorea sus gargantas; la mirada del tercer ojo teñida del añil de la intuición, allí, en el mismo centro de la frente; y para culminar, la coronilla envuelta en un tenue violeta, el de la espiritualidad, la sabiduría. El tono, la intensidad, el brillo de cada color difieren en cada uno. Paralizados en la entrada de la sala, vos papá; vos, mamá, y ese arco iris conformado por sus centros de energía, la anatomía impalpable del ser humano, la esencia; pensamientos y sentimientos sin ropajes.
Me concentré en vos, mamá, hasta que, inesperada, una corriente energética me succionó; estaba en tu vientre, reminiscencia de otro estar en el ámbito cálido de la gestación. Pero no había calidez; en su lugar, una tormenta, violentos rayos amarillos que zigzagueaban, penetrándome. Y el ojo de la tormenta, vos. Papá se alejaba cargando su amor gastado y vos y tus furias y tus miedos, desconocidos por mí, lo llenaban todo, se convertían en esa brillante atmósfera amarilla impregnada de explosiones violentas. Tus emociones encontradas contradecían la imagen equilibrada, idealista que tenía de vos; esa imagen que yo había convertido en modelo de vida, la que me había llevado a arriesgarme a tener otro hijo a pesar del peligro de una cuarta cesárea. Tu voz regresaba del pasado, crecía como si tu boca fuera una caverna gigantesca en la que cada palabra reverberaba, se enganchaba con las siguientes y penetraban en mi mente hasta absorber cualquier otra idea. Todo en el mundo tiene una razón de ser. Aún la soledad, el dolor, el abandono, son permitidos por Dios para templarnos y crecer. Y no olvides que tenemos las fuerzas para encontrar la salida a nuestras incertidumbres y encrucijadas sin caer, nunca, en la desesperanza.
¿Toda una vida de mentiras y engaño? Cómo creerte ahora. Arrastrada por la corriente de la desilusión, salí de vos, enceguecida.

Cuando recuperé la visión, te vi junto al féretro tratando de reconocerme en mi cuerpo inerte, observándolo, acariciándolo. Desvié la mirada y esta vez te observé, esperanzada, a vos, papá. Vos sabés, chiquita, cuánto te quiero. Tu madre ya no significa nada para mí. Y si necesito a otra mujer es porque un hombre no puede vivir solo. Pero lo único que me importa sos vos, tu felicidad. Si no estamos más tiempo juntos es porque las circunstancias no lo permiten pero sabés que siempre voy a darte lo que quieras.
No podía desconfiar de tu autenticidad. Te veía inesperadamente viejo. Alto, demasiado delgado, encorvado. Tus piernas vacilantes. El rostro inexpresivo. Me acerqué lentamente y levanté la vista en busca de tu corazón esperando ver el verde intenso del amor. Me interné en él por un sendero informe que titilaba como una estrella lejana de un verde muy pálido dominado poco a poco por un reflejo anaranjado proveniente de tus genitales. El sendero descendió, se convirtió en una especie de tobogán en donde el tiempo se derritió y resbalé en un retroceso violento. Vos eras uno más en una multitud de hombres y mujeres que te absorbía en una urdimbre orgiástica, mientras yo, una niña, corría abandonada, los ojos ciegos de lágrimas. De pronto la multitud desapareció. Te divisé a lo lejos, ahora solo y de rodillas, te retorcías, clamabas tu culpa. Con los brazos abiertos, corrí a tu encuentro mientras prometías a viva voz que compensarías mi sufrimiento con todo tu amor. Unos pocos pasos y estaríamos juntos para siempre; pero de tu boca brotaron otra vez las llamaradas de tus deseos y ese calor irrefrenable me abrasó. El dolor me hizo perder la conciencia.

Derrumbada en medio del salón, el universo giraba inundándome de repugnancia y decepción ante tanta falsedad. Me sobresaltó un estallido de llanto. Eras vos, Alberto; recién ahora noté tu presencia. Me incorporé con dificultad y te vi apoyado en el borde del ataúd. Nunca pensé que podría ser tan feliz. Has logrado que mi vida sea maravillosa y estoy seguro de que este amor será eterno. Ni siquiera la muerte podrá separarnos.
Siempre creí en tus palabras. Me amabas. Tu verde era seguramente enceguecedor. Quería verlo, comprobar. Desde donde me encontraba, no podía. Me desplacé y creí enloquecer. El rojo de la supervivencia en la base de tu espina dorsal se irradiaba a todo tu cuerpo anulando a los otros colores. Pronto estuvimos frente a frente, envueltos en tu mundo interior del color de la sangre. El corazón latía sin orden. Tus ojos, a punto de estallar. Me dirigiste una mirada de horror y furia antes de escapar perseguido por mí, que intentaba detenerte, calmarte. Mientras avanzábamos, hundiéndonos en pantanos rojizos y pegajosos, intentabas en vano gritar, descargar sobre mí un odio que te enmudecía. Llegamos a tu garganta deslumbrante de azul, arrasada por corrientes líquidas. Te grité que no tenía la culpa de haber muerto. Por un instante recuperaste la voz y con la sonoridad de mil truenos juraste que no me perdonarías jamás por arrastrarte con mi capricho de un cuarto hijo, causa de mi muerte, a la destrucción de tu vida. Nuestros gritos se fueron ahogando en ese espeso líquido azul, en una vorágine que nos azotaba sin piedad hasta que, expulsada de tu boca con violencia, caí en el piso de la sala.

La última esperanza convertida en prueba de engaño. Era el punto culminante de mi sufrimiento, de mi frustración. El bullicio me molestaba. Cada vez llegaba más gente. Paseaba nerviosa de un extremo a otro cuando me invadió una sensación extraña. La gente desapareció y me vi envuelta en una oscuridad absoluta. Tuve miedo. Tras unos segundos, un leve brillo abrió una brecha en esa noche repentina, se hizo más intenso y recién entonces me di cuenta: la luz era despedida por mi cuerpo astral. Me permitió ver el interior de una especie de globo enorme, un espacio esférico en cuyo centro se encontraba suspendido un prisma gigantesco. Algo o alguien invisible me impulsó hacia él. Mis rayos luminosos se descompusieron refractados por el prisma y se proyectaron sobre las paredes del recinto, repitiendo mi figura que se fue multiplicando, saturándolas con mi imagen impregnada de impotencia ante la imposibilidad de comunicarme con vos, Alberto, con ustedes, mis padres, y decirles que ya no me engañaban, gritarles que ahora conocía su verdadera identidad. En ese instante, la esfera que me contenía comenzó a contraerse y las proyecciones de mi ser astral se compactaron produciendo destellos cada vez más potentes y deslumbrantes hasta que, en un clímax de luz, me penetró una sensación de inefable felicidad ante la certeza de que aún era posible hacer algo. Volví al salón atestado, envuelto en ese típico perfume de flores moribundas. Nada me molestaba ya. Esperé a que el velatorio llegara a su fin y acompañé el cortejo fúnebre hasta el cementerio. Cuando introdujeron el ataúd en el nicho, me alejé gozosa, sin siquiera mirar atrás. Sí. Aún restaba algo por hacer antes de la partida definitiva.

Aunque Alberto se resistía a aceptar una explicación que escapaba a la lógica, sabía que Alicia nunca escribía algo sin mostrárselo de inmediato, en busca de una opinión que consideraba valedera. Y jamás había leído ese... relato. Sin embargo allí estaba, con su letra, con su estilo. De pronto escuchó el llanto del bebé. Dejó el cuaderno sobre el escritorio y, desechando el cosquilleo que trepaba por su espalda, se dirigió hacia el dormitorio.


LO MÁGICO DEL AMOR


Amanecer del 21 de diciembre de l998 en Lima. Qué madrugada tan calurosa, se dice para deshacerse del inexplicable cosquilleo que trepa por su espalda. Es su primer pensamiento cuando arriba al aeropuerto de la ciudad dormida, pensamiento poco frecuente en él, más dado a cavilar acerca de sentimientos que sobre sensaciones. Y es el sentimiento que reinó en el viaje, quizás por la quietud forzada del vuelo que convierte su mente en un remolino incesante de recuerdos, su vida de ida y vuelta, realidades y fantasías, Castilla, el mil setecientos y mi nacimiento que se prolonga hacia la niñez, mi madre hermosa y esbelta y yo de su mano por los jardines del castillo mientras le escucho aquel refrán, ¡Ay niño, mira que el amor es ancho como la mar!, ¿una premonición?, ¿una advertencia?; luego el tiempo corre hacia la pubertad, la adolescencia y mi iniciación en la vida de la corte; mi padre, el guerrero imbatible, mi admiración por él, la instrucción militar y, a los dieciocho años, la aparición de esa imagen de mujer irreemplazable, inalcanzable, (¿inexistente?) que surge en un sueño de una sola noche, irrepetido, más real que mi propia carne, invadiendo cada intersticio de mi razón, de mis sentidos, sin lugar para otra cosa que no sea esa obsesión. Tratando de aturdirme, de hallar un poco de olvido, me sumerjo en el servicio de guerrero a tantos reyes: Felipe, el intruso, Carlos, el tonto, José, el invasor, y voy sin saber dónde luchando por ellos ¿o por mí?, porque sólo en el fragor de la guerra, sólo en el ardor de la pelea y la sangre derramada, mi propia sangre, paralizada por el recuerdo de su belleza inaccesible, vuelve a fluir por mi corazón destrozado. Años, más años, transcurren, se acumulan y allí digo basta a cualquier otra realidad y me centro en la búsqueda de la mujer amada que, aunque invisible, se aferra a mi ser, ineludible, a pesar de mis años que superan los cien, a pesar de demasiados intentos amorosos abortados, muertos y enterrados. ¡Ay niño, mira que el amor es ancho como la mar!, ¿dónde estás?, ¿por qué me has impregnado de tu perfume nunca aspirado?. ¿para acrecentar mi anhelo hasta el infinito?. Entonces recorro el mundo (si no la he hallado en los vericuetos de mi suelo en otro lugar debe estar); y en ese constante peregrinar, mi voluntad de no cederle al destino se va fortaleciendo, y, junto con la voluntad, la porfía de no demostrar la vejez que ya supera los dos siglos y casi llega a los tres, todo en pos de esta escurridiza esperanza de amor; y allá voy ahora a esa ciudad del nuevo mundo, ¿hacia un nuevo fracaso?, ¡Ay, niño, que el amor ...
Sin embargo, desde el instante en que el avión toca tierra, sabe que Lima es diferente. Deja las maletas en el hotel y sale a caminar, sin rumbo, prisionero de un sentimiento extraño, no sabría explicarlo pero, sea lo que sea, me recorre la piel como un presagio, ¡Ay niño...!, ¿habré cruzado por fin esa mar?. A pesar de las modernas construcciones y vehículos que llenan calles y avenidas, el pasado es palpable; aún respira en el aire cálido anclado en sus veredas, en la Plaza Mayor, en los edificios coloniales dueños de antiguos balcones de madera torneada cerrados por magníficas celosías, refugio desde el cual las damas de la colonia observaban la vida sin ser vistas.
De pronto, un balcón. No. No es uno más. Pleno de refinados trazos moriscos, emana una seducción ineludible. Un rumor de faldas se desgrana sobre el hombre, ¿quién eres?, ¿eres tú?, ¿por qué te escondes tras el antifaz del entramado?. Sus ojos descienden y se detienen en la gran puerta principal entreabierta. Sin pensarlo, ingresa en la casona desierta; tan veloz como la ansiedad, atraviesa varios salones de altos techos sin siquiera fijarse en las decoradas paredes y cielorrasos o las obras de arte que brillan por doquier.
El tiempo de un suspiro y se halla en el patio, un amplio espacio abierto en el corazón de la vivienda. Encamina sus pasos alados hacia la añosa y empinada escalera ubicada en el centro, desde donde ve la planta alta que se expande en una galería ancha con innumerables aberturas alineadas, sin embargo no dudo. Sabe cuál es la puerta buscada tan pronto como pisa las desgastadas baldosas del amplio corredor superior. Se abalanza, penetra y divisa la figura de una mujer esbelta, engalanada con ropajes coloniales, vuelta de espalda mirando hacia la calle desde el balcón, y avanzo sin resistirme a la fuerza que parece llevarme segundo a segundo al final del largo camino. Cuando pocos pasos los separan, se detiene y ella gira lentamente enfrentándolo con timidez, allí está, igual que en mi sueño, la mágica curvatura de su cuerpo, la perfección de sus senos, su cintura grácil, las bellas piernas adivinadas bajo la amplia falda larga que las cubren; y su rostro, un rostro único, angelical y a la vez pleno de pasión, pasión reflejada en el verde de sus grandes ojos, en su boca y su nariz delineadas quizá por el pincel de Botticelli, en el contorno suave de su cara y el negro azabache de su cabellera larga.
El hombre avanza, mientras ella extiende los brazos en un delicado gesto de bienvenida. Sus labios esbozan una sonrisa impregnada de una alegría largamente reprimida, te he esperado tanto. Sus cuerpos se funden en un abrazo sin límites ni tiempo. De inmediato, la estampa femenina comienza a desvanecerse, a perder consistencia y ese estado de incorporeidad se va transmitiendo, poco a poco, a la anatomía del hombre, hasta que ambos desaparecen y la habitación queda vacía, envuelta en un silencio solamente interrumpido por el ruido de los motores y las bocinas de los automóviles que circulan por las calles de Lima.

Atardecer del 21 de diciembre de l718 en Lima. El sonido de los carruajes tirados por caballos se cuela por el entramado del balcón y penetra en el cuarto. Sin embargo, nada escucha la pareja de adolescentes enamorados que, apasionados, celebran el final de una espera tan ancha como la mar o el amor.


LAMEN MIS HUESOS

La vida
Es lo que te pasa
Mientras estás ocupado
Haciendo otros planes,
Hermoso, hermoso,
Hermoso niño.

John Winston Lennon (l940-1980)


Un día como cualquier otro y sin que nadie lo espere, como se puede esperar el amor, algo extraño sucede en Londres a principios de la década del sesenta. Está inusualmente soleado y la gente disfruta de esa sensación indescriptible, invalorable, provocada por los rayos cálidos cuando acarician y entibian la piel y, a través de ella, dan un poco de calor aun al alma más álgida. Pero el sol pierde la exclusividad en el goce del vasto firmamento en el momento en que algo (inicialmente resulta imposible definir de qué se trata) surge de la nada como si fuera una nube solitaria y prodigiosa, más bien ovalada, creada de repente por el capricho de algún ángel, ya que no puede haber sido arrastrada por ningún viento, ni siquiera una brisa sopla, y se instala en el cielo de la ciudad. Su tamaño es considerable y atrae la atención y la curiosidad de los transeúntes desde su aparición. Sin embargo, hay algo más aparte de sus dimensiones y su forma semejantes a las del sol; también irradia algún tipo de energía que el gentío absorbe al elevar sus rostros desorientados ante los sentimientos inquietantes que les provoca.


A fines de los sesenta, un muchacho, un niño grande, se refugia en una clínica de Londres con el alma y el cuerpo destruidos. The eagle picks my eye, the worm he licks my bone, el águila picotea mis ojos, el gusano lame mis huesos, desnudo sobre la cama, sin otro bastión que la guitarra, su música y la voz entrecortada; esa línea de su canción resuena recóndita en el vacío, vacío de amor, imposible de llenar con éxitos, con fama, vacío de negros y grises sólo poblado por el engaño, el abandono, el miedo, el rencor, y la canción roe, corroe su mente una y otra vez en un suplicio incesante, que abre la puerta grotesca de su fantasía exacerbada y bandadas de águilas atacan sus pupilas desorbitadas mientras ejércitos de gusanos se arrastran y penetran en sus entrañas, llegan a los huesos; su cuerpo crepita en las llamas fantasmales del infierno actual, parido por paraísos del pasado visitados tantas veces a lo largo de muchos años desaforados, empujado por las presiones del artista y la confusión del hombre, paraísos plenos de ángeles estrafalarios pero bellos que tocaban arpas invisibles y trompetas multicolores de plástico, paraísos de espejismos desmesurados que cada vez crecían más, distorsionaban, iluminaban, exaltaban, a partir de una leve aspiración o un simple pinchazo, a partir de un deseo sin control, deseo y paraísos que ahora pretende rechazar porque los demonios con tenedores descomunales que se arrojan sobre él para ensartarlo han ido creciendo, prevalecen sobre los ángeles y lo avasallan; pero el deseo insiste en derrotar a la voluntad y allí está, tembloroso, descontrolado, a punto de atravesar nuevamente la frontera de la destrucción, implorando por una pequeña dosis de polvo, líquido o simplemente humo, que lo haga volar. La blancura de la sala no logra transmitirle un poco de paz a pesar de que él eligió refugiarse en esa asepsia, en las manos que lo cuidan y controlan, en las voces que intentan serenarlo, infundirle coraje para continuar la batalla que lo libere de esa cárcel, esa sala de torturas, paz y amor. Se desespera hasta quedar exhausto por algunos instantes; luego los demonios vuelven a atacar con furia, mi amor, tía, mamá, papá, ayúdenme, por favor, por favor, liberen a los prisioneros, liberen a los jueces, ¿pueden oír la tierra girando más y más rápido?, ayúdenme, y el niño grande, rebelde pero indefenso, repite, repite, tantas veces como lo exige su desesperación. Una convulsión espasmódica y está en sus primeros conciertos en Hamburgo, sumergido en aquel ambiente agobiante, el público de baja estofa, las bocas de metal, los ojos vidriosos, las habitaciones y vestuarios donde lo mejor que se puede encontrar es excremento humano esparcido por el suelo bajo un papel casual, y eso es todavía muy delicado, un regalo para una niña que se convierte en una rosa abierta y se eleva al cielo; deambula por la ciudad, el edén de la prostitución, revuelca su cuerpo enredado con el de la otra de turno en descargas animales repetidas, desprovistas de sentimientos pero imperiosas porque calman el ardor de su estima lastimada, lo vuelven poderoso por un instante, poder para el pueblo, no hay nada mejor para hacer, el contacto con otra piel, que existe, le confirma que él también existe; y, a medida que su corazón late desbocado y su presión arterial sube y sube, él vuela, viaja, asciende, se hunde, pisa el pequeño escenario londinense elevado en un extremo de la pocilga subterránea testigo de sus primeros intentos por hacerse conocer junto a los tres compañeros de la adolescencia y grita basta, tía, no me jodas más, dejame tranquilo, son buenos tipos, son buenos músicos y juntos vamos a conquistar el universo, no los corras, son mis amigos, ¿quién diablos creés que sos, una superestrella?, tía, siempre exigente y cuidadosa, controlando sus amistades, seleccionándolas, permitiendo el acceso a la casa sólo a quienes ella acepta, tía, la madre impuesta por el abandono de la verdadera, la que lo cría, lo educa, lo presiona y contribuye a convertirlo en un rebelde, you got to live, you got to love, you got to be somebody, you got to shove, but it´s so hard, it´s really hard, tenés que vivir, tenés que amar, tenés que ser alguien, tenés que empujar ... pero es tan difícil, tan difícil. Tenés que, tenés que, the eagle picks my eye, the worm he licks my bone, tía, soltá la morsa que aprieta mi cabeza o algún día lo vas a pagar caro, las águilas, los gusanos, tía, cuidado con ese elefante que cae de las estrellas, tía , mi mujer se va a quedar con vos, nos hemos casado, está embarazada y si la gente se entera, adiós a mi fama, y no grités, esta vez te las vas a aguantar, un Nuevo mundo, oh sí, un Nuevo Mundo, ya no son los escenarios miserables del inicio, los contratos han adquirido una importancia que excede cualquier sueño que pudiera haber tenido en sus raptos de mayor euforia, su mundo comienza a ensancharse en una geografía desorbitada donde su mujer no tiene cabida, en realidad nunca te amé, lo sabés, no sos más que una costumbre, como comer pomelo en la mañana, qué querés de mí, me perseguís, el cazador torpe persigue al bello siervo, dejame solo, dejame en paz, con tu fanatismo me convertiste en tu dios desde que éramos niños, tiempo de limpieza, tiempo de limpieza, tra la la, no soy un dios, ni siquiera un pequeño dios personal que sale de tu cabeza abierta como un embudo, y esos ojos tuyos, grandes, azules, tristes, cómo los odio, me imploran y aunque no quiera me derrotan, me hacen débil, cobarde y a la vez violento, y lo único que conseguís es que, cargado de culpas, termine golpeándote hasta cansarme, y siga quedándome con vos lleno de odio, viste al hechicero tuerto guiando a los ciegos y todavía me preguntás si te amo; ni siquiera sé por qué compro esa casona en Weybridge en donde vivimos juntos tantos años después de que esos periodistas bastardos publicaron la noticia de nuestro casamiento, yo rasco sus espaldas y ellos apuñalan la mía, madre, por qué me casé con ella, debería haber sabido que amaba a aquella otra mujer aunque todavía no la conocía, pero no podés mover los hilos si tus manos están atadas, mamá por qué me dejás, madre siempre quise estar con vos, cayendo, cayendo, cayendo, cuando lo verdaderamente importante va mal. Mamá y él, tan afines, entendiéndose tan bien, hay tanta risa, tanta diversión en sus conversaciones, no importa que viva con la tía, las visitas de mamá aquí y allá, desperdigadas en el tiempo, son un bálsamo que cura momentáneamente todas sus heridas, pero después se vuelve a ir y lo deja tan solo, tan resentido, oh basta de llorar, Mother, you had me but I never had you, madre, me tuviste pero nunca te tuve, y tu ausencia es para siempre aquel día en que vas a visitarme y no ves el auto que corre hacia vos arrastrando la muerte; lo único que puedo hacer es gritar tu nombre aunque se lo trague la bocina del coche fúnebre que no deja de sonar. Madre, ayudame madre, no soporto esta agonía, este cuarto blanco, esta noche negra, este miedo, este rencor, the eagle picks my eye, the worm he licks my bone, espantá las águilas, matalas, pisoteá los gusanos, madre, por qué me obligás a elegir entre vos y papá, sos tan cruel. Tiene cinco años; el padre, una eterna ausencia en su vida, un desconocido alegre y aventurero que lo quiere a su manera, como el que se acerca a su pecera, mira al pez y se va. La pregunta de su madre es tajante y despiadada, con quién querés vivir, tu padre y yo no volveremos a estar juntos, él partirá para Nueva Zelanda, vos elegís, te quedás conmigo o te vas con él, y el niño vacila antes de contestar con mi padre. Ella sólo responde está bien y comienza a alejarse. Es más de lo que él puede tolerar y corre gritando esperame mamá, quiero quedarme con vos, pero ya es tarde, nunca podrá perdonarlos, nunca olvidará el rechazo, el engaño de ambos, lo único que quiero es la verdad, dame alguna verdad, la que yo quisiera oir, aunque mientas. Nunca ha vuelto a ver a su padre; recién cuando el niño se ha vuelto grande y famoso, se presenta, como un fantasma envejecido, vencido, ni siquiera tenés una sábana blanca decente para cubrir tu nada, regresa para criticar el comportamiento del hijo, para censurarlo por la forma de acceder al éxito, para pedirle dinero; el rencor puede más que el amor remanente y lo arroja de su casa como a un perro callejero, Father, you left me but I never left you, padre, me dejaste pero nunca te dejé, siempre ha guardado la imagen querida en un pequeño aposento de su corazón que queda destruido ante ese reencuentro tardío, pero, pez o carnada, es tu futuro lo que estás haciendo, hay que continuar aunque te arrastrés, hay que fingir, hay que vender una imagen por más que te prostituyas, hay que triunfar, a pesar de todo, tenés que.

Los sesenta avanzan y la gran mancha que comenzó a divisarse hace tiempo allá en las alturas, muy arriba, sobre la ciudad de Londres, ha ido aumentando de tamaño y definiendo los contornos de un rostro masculino delgado, de mentón recto, en el que se dibujan, con majestuosa nitidez, unos labios finos, nariz aguileña, ojos pequeños, agudos e inteligentes, semiocultos por unas pequeñas gafas redondas. La mayoría lo reconoce; el resto cree ver en él a antiguos profetas, a dioses, pero, dada la variedad de las interpretaciones, no llegan a un acuerdo. Ambos bandos coinciden en la desazón que comienza a adueñarse de sus mentes. Confundidos, permanecen estáticos, la vista fija en ese rostro gigantesco que crece desmesuradamente e, insidioso, va cambiando sus vidas, liberando sus instintos, creándoles la esperanza de un mundo distinto.

Los días se han deslizado por la habitación blanca, desapercibidos, como algo sin sentido en un mundo sin tiempo. The eagle picks my eye, the worm he licks my bone , los gusanos y las águilas acechan pero me dan una tregua, parecen alejarse, puedo pensar más claramente, soplar por un rato la miseria de la vida, ver mi éxito, el precio del éxito puede ser demasiado alto, puede podrirte por dentro y dejarte como un cascarón vacío que se amasa y se modela de acuerdo a lo que la gente quiere ver, no importa que eso te destruya los huesos y el alma, ya no sos vos, si eras un muchacho rebelde amante de la música, pueden convertirte en un burgués que comercia con su arte en limusinas y palacetes, sentado en banquetes con la reina que te premia por las ganancias mientras sabés bien que un obrero , todos los obreros, se mueren de hambre por más que les hablés de amor en tus canciones, y uno también va muriendo de una forma lenta y atroz sin encontrar, uno mismo, el amor, don´t do what I have done, I couldn´t walk and I tried to run, no hagás igual que yo, no sabía caminar y traté de correr, alguien te descubre, ve tu talento e intuye el gran negocio, te hace promesas tentadoras, te instruye, te guía , te transforma, y aunque ahora sos el rey y él el cortesano, en realidad es el cortesano el que manda, el que te esclaviza y comienza a decidir cada acto de tu vida. Y vos sentís que tus fuerzas no te alcanzan para responder a sus demandas sin límites, toda esa vida es un lento y largo cuchillo que se hunde en tus carnes, vamos a grabar un disco y otro y otro y otro, mañana viajamos a Nueva York, esta noche salimos para Tokio, después a Amsterdam, a Sidney, te piden todo, te dan un poco, menos la llave de la cárcel, y vuelo, vuelo, vuelo, entonces tragás anfetaminas para mantenerte despierto, eufórico, otra manera de volar, y comienzan a resultar indispensables, si las pastillas fueran flores el mundo sería un jardín, pero no bastan para actuar y componer canciones, la creatividad se va adormeciendo y probás con marihuana que después resulta insuficiente, tenés mucho que aprender, tenés mucho que aprender, y pegás el salto mortal al LSD y la heroína y como no hay red y la caída es inevitable, te convertís en una cosa informe, en un objeto manejable, ya no podés ser vos, la esclavitud se ha consumado en su totalidad y el cortesano que maneja al rey tiene definitivamente el poder absoluto. The eagle picks my eye, the worm he licks my bone, el dolor intenta avanzar de nuevo, el dolor del deseo, el dolor del vacío, del desamor, del engaño, de la explotación que engendra el rencor, sus legiones avanzan con sus armas ridículamente mortíferas, mamá, papá, tía, mujer, tantas mujeres y ninguna, éxito vacuo, pero no me vencerás, dolor, ahora tengo el motivo para luchar y vencerte, al fin amo a alguien, la más impensada, la mujer que conocí un año entero temiendo acercármele, a no ser para ayudarla con su arte, para conversar con ella horas y horas, jugando a esos juegos de la mente, por más que los dos sabemos que nos amamos; quizá el miedo de un nuevo desengaño ¿o miedo a un nuevo engaño? nos inmoviliza y nos prohibe terminar de acercarnos, aún así es una sensación tan dulce como hacer guirnaldas con el rocío de la mañana, it´s been very hard but it´s getting easier now ... the leaves are shining in the sun and I´m smiling inside, you and I watching each other on a street corner, cars and buses, planes, and people go by but we don´t care, we want to know in each other´s eyes that hard times are over, over for some time, fue tan duro pero ahora es más fácil ... el sol brilla en las hojas y sonrío por dentro, vos y yo mirándonos en una esquina, autos, colectivos, aviones y gente que pasan pero qué importa, sólo queremos comprobar en nuestras miradas que los tiempos difíciles pasaron, pasaron por algún tiempo, y finalmente, después de encontrarte, por casualidad o por destino, en aquella exposición de arte tuya, tan loca como todo lo tuyo, y lo mío, la pasión gana, y pierden importancia mamá y papá y tía y mi mujer y el universo entero, now I understand that I´m the door and you´re the key, I´m the apple and you´re the tree, ahora comprendo que sos la puerta y soy la llave, yo la manzana y vos el árbol, la diosa creada para un dios, una diosa oriental con la fuerza de mil fieras y la ternura de mil gacelas, love is real ... love is feeling, feeling love, el amor es real ... el amor es sentir, sentir el amor, sentirme yo, el muchacho simple, lleno de sueños, de ideales que ahora salen de la botella porque saltó el corcho, sentirte a vos que sos mi eco y yo el tuyo, vos y yo, por fin un nosotros, sin disfraces , sin la servidumbre de la mezquindad, I feel sorrow, oh I feel dreams, everything is clear in my heart, I feel life, siento el pesar, oh siento los sueños, todo se aclara en mi corazón, siento la vida. (The eagle picks my eyes, the worm he licks my bone)

La década agoniza y nadie duda sobre la identidad del rostro colosal que ahora domina el cielo del planeta entero. Su energía, sus profecías, el gran milagro presentido, han transformado la vida de millones de personas de los cinco continentes que adoran al nuevo salvador. En una clínica de Londres, los médicos dan de alta, con muchas reservas, a un niño grande y hermoso, que cree experimentar el placer de una resurrección. Sale; una multitud de seguidores lo aguarda en la calle. Envuelto en el abrazo dulce de las aclamaciones, levanta la vista al cielo, ve su propia imagen gloriosamente transfigurada y comprende que, tarde o temprano, él, como todo salvador, pagará ese privilegio con su sangre.


[1] Nota del Autor: ...en un mundo agitado como éste, el amor termina antes de haber comenzado y demasiados amantes que se besan a la luz de la luna parecen enfriarse ante la calidez del sol ...
[2]Nota del Autor: ... oculta todo rastro de tristeza aunque una lágrima pueda estar siempre tan cerca, ése es el preciso momento en el que debes seguir intentándolo, sonríe, de qué sirve llorar...
[3]Nota del Autor: ... el cielo puede quedar sin sol, la noche puede prescindir de la luna, pero en lo profundo de mi corazón existe un brillo encendido porque en el fondo de mi corazón sé que me ama ...
[4]Nota del Autor: ... sabía que en algún lugar, en algún momento, de algún modo, me mirarías y vería la sonrisa que ahora esbozas...